viernes, 29 de junio de 2012


MARIO NUNCA TUVO SUERTE



En realidad, verse abocado al diagnóstico que le estaban comunicando, no era lo peor por lo que había pasado en su existencia. Hijo de la mala fortuna, Mario había transitado por la vida sin encontrar un verdadero descanso.

Poco sabía de su infancia, al fin y al cabo el día en que pusieron la bomba en el oleoducto hubo mucha confusión, y él, recién acogido por unos parientes que apenas si alcanzaron a terminar el rancho, no era bien conocido por la comunidad que habitaba ese caserío.

 A sus cuatro años de vida, era la segunda vez que salía ileso de las recogidas que hacía la parca. La primera vez sólo el lanchero y él salieron a flote después de que la chalupa en que viajaba con su familia chocó contra el lomo de uno de los hipopótamos que se habían escapado de la hacienda Nápoles.

Nadie se explica cómo llegó a la orilla, y cómo no fue atacado por los caimanes que no perdieron la oportunidad que les entregaba el irónico acontecimiento. Sólo con las primeras luces del día se vio el resultado de lo sucedido. Tirones de ropa flotaban ensangrentados, golpeando la orilla del rio. Los gallinazos se comían todo lo que encontraban, y aun así, ninguno de los ovíparos le prestaba atención al niño.

Mario fue llevado al poblado más cercano donde conoció a los periodistas. Vio reflejarse el sol contra los lentes de las cámaras; se encegueció cuando éstos le lastimaron los ojos, y lloró. Lloró tanto que por eso los funcionarios del Instituto de Bienestar Familiar se dieron cuenta de que existía.

Una funcionaria del instituto, tal vez sin saber que lo que hacía sólo empeoraría la triste vida del niño, se fue rio arriba preguntando quién conocía al menor que aparecía en la foto.

Fue así como encontraron a Octavio y Petrona, dos seres maduros, ajados por el sol, que conocían muy poco de hijos. La única experiencia que habían tenido fue con una hija de crianza que se largó con un guerrillero cuando apenas tenía doce años, y de ese suceso ya habían pasado dos lustros. Ya ni se acordaban de lo acontecido.

El muchachito que en ese momento les mostraban era el hijo de Rogelio, el primo de Octavio. Éste inicialmente negó conocerlo pero, minutos después cambió de opinión y le contó a la funcionaria todo lo que sabía de él.

Es que se acordó de un solar que tenía cerca del caserío, y que sembraba con maíz y con yuca, era el que pensaba vender cuando el negocio vecino, la cantina donde llegaban las putas, necesitara más espacio.

Inmediatamente vio el negocio. Ese mocoso en dos años ya podría cargar el porta comidas y en cinco, sería capaz de “voliar” peinilla y azadón.

Por eso lo aceptó,  no por cariño sino por ambición. Cuando el niño llegó al rancho recibió a punta de golpes las lecciones que le enseñaron a no llorar por hambre, y a salir al corral de las gallinas a realizar sus necesidades fisiológicas.   

Fue en esos días cuando Octavio decidió construir el rancho en la invasión. A esas tablas temblorosas y mal pegadas llegaron una semana antes del  incendio causado por la voladura del oleoducto que dirigió La Mala, una guerrillera criada en la región, jovencita, como de 22 años.

Era sábado. Ya estaba oscureciendo. El niño estaba tan sucio y mal oliente que Petrona, en uno de los pocos momentos de ternura que tuvo con él, lo cogió de la mano y se lo llevó para la orilla del rio. Ya iban llegando cuando ella se acordó del jabón. Sentó al niño en una piedra de lavar y se devolvió. Estaba esculcando entre los trastos de la parte del rancho donde tenía el fogón, cuando Octavio desde la hamaca le gritó: -Negra hijueputa dejá dormir.

Fue lo último que Octavio dijo, y Petrona oyó. Luego hubo algunos gritos.   

*************

Mario estaba medio dormido por los medicamentos que le suministraban, sin embargo intentó incorporarse para escucharle atentamente al médico todo lo que éste le decía. El doctor en un tono muy serio y respetuoso le estaba contando lo que le había sucedido en los días anteriores, y que pensaban hacer con él en los días ulteriores.

En un principio el pobre hombre ni comprendió porque lo iban a operar.

-Dotor, yo vine a que me sacaran un quiste de un riñón.  –Dijo-, sin darle crédito a lo que acababa de oír, ahora uste me ice que me a trasplantar. ¿Qué es trasplantar?   

Mientras el galeno buscaba la forma de expresarle sus conocimientos al campesino que lo miraba con la incertidumbre saliéndosele por los ojos, le fue dando al paciente un dolor de esos que vienen del alma. El sudor  le empapó la camisa y no alcanzó sino a dejar en la habitación un grito desgarrador que fue silenciado por una dosis de morfina.

De pronto Mario se vio otra vez caminando por la selva, esa selva que fue su casa desde que los indígenas lo encontraron en el rio y se hicieron cargo de él.

Empezó a decir frases en el dialecto que aprendió en la manigua. Corrió por entre los bohíos, se rió, alcanzó a vivir la belleza de la adolescencia femenina, y súbitamente se estremeció. Volvió a gritar con toda su fuerza y abrió los ojos dejando ver una cara de terror tan siniestra que todos los que estaban en la habitación quedaron impactados.

-¡Miban a matar! –Gritaba-, mientras intentaba moverse a pesar del dolor que el abdomen operado le producía.

-¡Miban a matar!, -volvía a repetir en medio de las alucinaciones.

Cuando por fin volvió en sí, le contó la visión al médico:

-Imagínese dotor que siendo yo ya mozo, como de quince años, jui a un convite en el cual los indios bebían y fumaban, casi no dormían, bailaban y bailaban, sólo paraban para beber y volvían a empezar. Al comenzar  la segunda noche, oi decir: -este es el momento. Antes de que salga el sol debemos haber matado al negro.

En ese instante vi mi cuerpo más negro que de costumbre, miré pa toos  laos y no encontré ni una cara amiga. Toos taban listos pa convertirse en asesinos.

Sería del susto, o yo qué sé, que me metí los dedos boca dentro, como si fuera a arrancarme el gasnate y empecé a gomitar con sangre.

-Jue lúnico que a yo se me ocurrió pa que naide sospechara de mi ida. Me metí selva dentro y apenas me sentí solo, me largué a correr. Corrí y corrí. Cuando taba cansao caminaba. No paré, no dormí.

Cuando amaneció vi unos muleros, me les arrimé y antes de deciles  alguna palabra me les desmayé.

Ese día el médico vio a Mario tan fatigado que decidió contarle en forma abreviada lo que le iba a pasar. Ya habría tiempo –pensó- para profundizarle las explicaciones. Por ahora lo importante era sacarlo de ese marasmo iatrogénico que lo estaba matando.

Al fin y al cabo no era tan fácil para un campesino montaraz, entender que por un sinnúmero de complicaciones, lo que iba a ser el drenaje de un quiste, se había convertido en la pérdida de un riñón, la cola de páncreas y medio intestino delgado.  



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Tres días después de aquella conversación Mario se sintió atravesado por una vara. Algo desgarraba su garganta. Se sintió invadido en sus entrañas. Quería hablar pero no podía.

Aunque no comprendía lo que pasaba a su alrededor, oía voces: Entre nubes, veía cuerpos humanos que se movían, y de vez en cuando escuchaba una voz que le decía: -Mario tranquilo, le fue muy bien en el trasplante. ¡Abra los ojos! Estese tranquilo, ya lo vamos a extubar.    

De pronto comenzó a caminar sin premura, aunque oía muchos gritos nada lo asustaba. Se paró de la cama, salió caminando. Cuando estaba en el corredor de la habitación, miró y vio al doctor, ahora el de la cara desencajada y el terror en los ojos era él. Se le acercó a Mario pero éste lo esquivó. Él lo intentó coger con una mano, luego con las dos, pero Mario se le zafó.

-¡Esta vez no dotor! -le dijo Mario-, y salió corriendo. Sentía que su corazón le sonaba como un cúmulo de tambores en los oídos. El médico salió corriendo detrás del él pero no lo pudo alcanzar. Súbitamente todo se fue quedando en paz. Mario se les escapó. Ya no tuvo que hablar. Silbó. Sintió como las guacamayas que veía pasar por la habitación del hospital se le acercaban. Voló. Volvió a su manigua de la infancia.

Mientras tanto el médico se descalzó los guantes, se quitó la mascarilla, miró con mucho desconsuelo a sus ayudantes y les dijo: -Pobre hombre, que vida tan sufrida la que tuvo.

Después, mientras firmaba el certificado de defunción, se quedó pensativo y soltó una idea al aire como para que todos los escucharan: -¡Que carajada! Me pongo a pensar en la vida de este hombre y no me queda más remedio que decir que: Mario nunca tuvo suerte.  



Galdjú Belrod

Medellín, 19/10/10