NINO
En ese
instante su corazón dejó de latir en forma pausada y comenzó de improviso a palpitar
como si mil caballos arremetieran en estampida, era una sensación que pocas
veces había experimentado. De repente su pecho se hizo demasiado pequeño para
soportar los impulsos emitidos por un órgano que en él, era ajeno a estás emociones.
Ante el
anuncio, la multitud notó su presencia y miles de ojos escrutadores situaron
como único objetivo su ser. En un asomo de timidez quiso correr pero sus
piernas no respondieron; sólo se paró y se quedó quieto mirando los ojos de
esos, tal vez miles de seres venidos de quién sabe dónde, que lo miraban como miran
los gatos en la oscuridad; no los escudriñaba, no veía a ninguno en particular.
Estaba en una situación que su mente, sólo ante el reto propuesto, recordó
haber vivido; pero el tiempo de esa vivencia hacía tanto que había pasado que, de
no ser por la mezcla explosiva generada por la taquicardia, la palidez, la
falta de saliva y la sudoración incontrolable en las palmas, su memoria no
hubiera recordado lo sucedido en una ocasión similar.
Ya era un
recuerdo la adolescencia, en la cual esa pobreza no tan sentida de la niñez, se
había hecho exageradamente manifiesta. Ser
pobre entre personas acaudaladas ya no era pobreza, era miseria, pensaba y así
se sentía. Hasta el día que ese don, oculto a los ojos de quienes acompañaban su
rutina diaria, tuvo la oportunidad de demostrar que no todo en Nino era feo,
sucio o viejo.
Nadie en ese
entonces podía imaginar que su disciplina de los años infantiles, acompañada de
una destreza brindada sólo a las almas buenas, podría un día cambiar las muchas
incomodidades causadas por la ignorancia de un sacristán, quien ajeno a las
traducciones latinas, escribió en la partida de bautismo el nombre pronunciado por
el reverendo en latín y no el dicho por el padrino en castellano; el niño que
debía llamarse Julio Alejandro, sumó con el Alejandrinus, un complejo más al hecho de ser flaco, narigón,
pequeño y ahora sentidamente pobre, pobrísimo entre unos que eran ricos.
Alguna vez en
la vida supo Nino que su padre hubo de acudir en un mismo día al funeral de una
hija en la mañana y al bautizo de un hijo en la tarde. Su madre, quien acababa
de perder a Marta por la disentería que por épocas, inmisericordemente arremetía
matando los niños, le confesó que sintió más intenso el dolor y fue más el llanto
por la noticia del nombre de su hijo, que por la tristeza de perder una hija.
Y así como se
pierde de la memoria lo que antes era un recuerdo, así en ese hogar Alejandrino
desapareció para siempre; nunca más en su casa o sus alrededores Nino volvería
a oír su nombre de pila, hasta el día en que además de padecer la vergüenza de escucharlo,
sufrió porque le recordaron que, amén de escuálido, narizón y liliputiense, era
paupérrimo, características que sumadas le hicieron sentir un ser espantoso.
Nino llegó al
mundo de los lujos y las comodidades como llegan las fortunas a algunas manos: “por
un golpe de suerte”. Con un ajuar confeccionado con los vestidos heredados del
hermano mayor, arribó a una ciudad que apenas conocía de nombre. Su llegada no
estuvo acompañada de fanfarrias, se sujetó al reconocimiento tácito, no sentido,
de un favor solicitado.
En su nuevo
mundo, la vida de Nino transcurría en medio de la monotonía, hasta el día en el
que al dejar de patear el viento escuchó unos sonidos familiares, tan conocidos
que en su mente no recreó un recinto como el visto minutos más tarde, sino la
pieza del armonio, donde pasó los años de esa infancia ya lejana y tantas veces
pedaleó los fuelles, al ritmo requerido por la melodía.
Mientras
caminaba, cada vez más rápidamente, no percibía esa sensación que años más
tarde lo volvería a acompañar; sus ojos brillaban, su corazón palpitaba en
frecuencias cercanas al delirio y su mente empezó a ordenarle a los dedos de la
mano izquierda, la realización de los acordes necesarios para armonizar en re menor
la melodía que, en una mano derecha, no tan hábil como la suya, repetían incesantemente
el mismo error en la primera corchea del segundo tiempo del vigésimo compás.
La melodía no le
era conocida, sólo sabía el tono de esa obra en la que los diecinueve compases
iniciales parecían proponer una pieza musical que él, antes de llegar al salón
donde la interpretaban, había catalogado como una marcha.
Sin darse
cuenta de lo andado, terminó su camino al frente de una puerta verde de dos
alas, la derecha permanecía abierta, la izquierda cerrada. Desde el ala libre
se podía ver un salón cuadrado con una ventana que estaba al frente de la entrada,
separada de ésta por seis metros de baldosas llenas de arabescos, tan
brillantes que reflejaban la luz filtrada por la reja que daba a la calle.
En la pared de
la derecha estaba el piano de salón con su espléndida caja acústica en cuyo
frente descansaban dos candelabros y en su centro estaba la ventana de vidrio, permitiendo
ver los martillos pulsados golpeando cada uno las cuerdas creadoras de sonidos y debajo de
ésta el teclado. Rematando la estructura, a centímetros de rozar el piso, asomaban
los pedales de cobre, brillantes en la punta, más el derecho que el izquierdo; su
majestuosidad contrastaba con la sobriedad de los otros elementos del salón:
una silla casi perdida en la esquina y una lámpara colgada del techo, que ante
la luminosidad solar se hacía a esa hora del día innecesaria.
Nino dejó
entrever su figura escuálida a través del ala abierta y fue sorprendido con un ¿qué hace acá?, preguntado desde adentro
por un señor cuyo castellano tenía una pronunciación antes no escuchada por él;
además, tenía una ofuscación que se incrementaba con cada una de las
equivocaciones de su discípulo.
El muchacho lo
miró decidido, como hacía mucho tiempo había deseado estarlo, con unos ojos que
para la ocasión habían dejado de estar ocultos entre los parpados y se habían
convertido en dos expresivas bolas brillantes, y una voz acompañada de la
seguridad sólo sentida por quien tiene ante sí el conocimiento pleno de la
respuesta. Valiéndose de todo su coraje respondió: ¡Yo toco piano!
El profesor lo
recorrió con la mirada entre incrédulo y molesto, y ante el silencio que invadió
el salón, porque el aturdido intérprete inmediatamente dejó de tocar, se oyeron
en un minuto dos frases con acento francés:
- joven,
retírese del piano y deje sentar a este joven.
-Joven, toque.-indicándole a Nino el sitio donde
éste estaba.
Nino se aproximó
al piano como llevado de la mano por un ángel. Se sentó con una propiedad ajena
a la timidez de los días previos y ante la duda que se le presentó, sobre que
interpretar, comenzó de una vez la obra que tenía en frente, ejecutó la marcha
que veían sus ojos.
Sus dedos
hábilmente digitaban cada una de las notas escritas en los pentagramas. Sin
darse cuenta pasó por el vigésimo compás pulsando el fa natural que el intérprete
anterior no había podido encontrar en sus múltiples intentos por tocar
Amanecer, la marcha que luego de tres minutos Nino, como si hubiera estado
tocándola desde su infancia, había finalizado.
Antes de que
se acabara de escuchar la marcha, empezaron a vivirse en el salón emociones
diferentes.
El profesor de
piano, en éxtasis, ajeno totalmente al malestar que cinco minutos antes sentía,
aplaudía y brincaba diciendo en su peculiar forma de pronunciar el español:
-Bravo, ¡bravísimo!, ¡qué maravilla!, usted
joven no toca piano. ¡Usted es un
artista!
El joven
estudiante de piano, estático, con la mirada del que acaba de ver un milagro,
la boca abierta y la incredulidad de lo vivido, le preguntaba a Nino:
-¿Usted cuánto hace que está estudiando esa
partitura?
Y Nino, quien
se sentía feliz, como cuando su mamá iba al cuarto del armonio, lo escuchaba,
lo aplaudía, y le decía: -Nino, tu serás
un artista famoso; -miraba al ayo y con la cabeza afirmaba lo que el
francés decía.
Segundos más
tarde, atendiendo al requerimiento del estudiante le respondió:
-yo no conocía esta pieza musical, es la primera
vez que la veo y la interpreto.
Respuesta a la
que el escolar no le brindaba credibilidad alguna, menos aún, después de hacer remembranzas
sobre la semana que había pasado intentando acoplar con las dos manos lo que
con manos separadas le había parecido muy difícil de interpretar.
El maestro
volvió a hablar y dijo: -usted, joven,
-señalando al educando-, retírese
tranquilo, no tiene que seguir estudiando esta obra.
-Usted joven artista, -dirigiéndose a
Nino-, permítame conocer su repertorio;
por favor continúe tocando el piano.
Nino, esta vez
preguntó: -¿qué toco?
El docente
respondió: -lo que guste.
Nino
interpretó a los clásicos. Mientras tocaba el piano recordó las palabras de su
padre y primer maestro: -interprete siempre
fielmente la partitura. –Y así lo hizo-, recibiendo más elogios del
entusiasmado europeo.
Una hora
después, del energúmeno que alguna vez estuvo al borde del colapso no quedaba
ni el recuerdo, el profesor de piano sentía completamente solucionados los
inconvenientes que horas antes le eran infranqueables. Estaba convencido de que
en la reunión anual de los Caballeros del Santo Sepulcro no sólo lo iban a
ratificar como corista y maestro de ceremonias para la siguiente Semana Santa y
demás solemnidades sacras del año litúrgico, sino que también le iban a elogiar
sus dotes docentes al presentar a Nino como su pupilo.
-Joven, ya puede dejar de tocar, -le dijo el
profesor, y acto seguido le preguntó- ¿cuál
es su nombre?
-Alejandrino,
señor, pero todos me dicen Nino. -Respondió el intérprete.
-Nino, -replicó el francés-. Oh la, la, un nombre sonoro y más fácil de pronunciar para mí. Yo
también le llamaré Nino.
El día que
Nino se presentó como solista ante los más connotados miembros de la sociedad fue
inolvidable. Vistiendo un traje azul oscuro, nuevo, confeccionado a su medida
por el mejor sastre de la ciudad, acompañado de una camisa blanca, que servía
de fondo a una corbata de marca y zapatos de moda, negros, relucientes, se
presentó ante el público. Su figura gallarda no guardaba ninguna semejanza con
ese ser que sólo los recuerdos conservaban.
Se sentó frente
al piano de cola y con destreza artística deleitó a los asistentes.
Cuando terminó
su actuación, aún sentado frente al instrumento, comenzó a soñar despierto y el
salón de actos se convirtió, en el ensueño, en un gran teatro abarrotado de
espectadores, donde todos los medios de comunicación estaban expectantes ante
el anuncio que en unos segundos el presentador haría del ganador del más
importante concurso de compositores e intérpretes de música.
Su fantasía lo
tuvo abstraído totalmente de la realidad por unos instantes, a tal punto que
cuando regresó a ella, notó sus manos empapadas en sudor, su corazón comenzando
a recuperarse de una taquicardia jamás sentida y en su cara una palidez semejante
a su camisa.
Traído al
salón por los aplausos, se paró del banco del piano, no veía a nadie en
particular, sólo miró al frente, dobló la cintura, hizo una venia e
incorporándose pronunció la palabra gracias.
Mientras
recibía los aplausos sonreía…, recordaba que antes de regresar de su frenético
sueño, había escuchado al presentador decir:
“El ganador del concurso de compositores e interpretes
de música es…
¡NINO!”.
Galdjú Belrod.
Mi primer
escrito, tipo cuento . Dedicado a mi papá. 13/07/2008