jueves, 4 de abril de 2013


MUJER

 

 

 

Mientras se vestía frente al espejo, observó su busto y se maravilló. Al ponerse los pantis no pudo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción y aprobación, se veía preciosa.

 

Su vestido de alta costura le hacía lucir esplendorosa, sus piernas bien formadas y atléticas eran muy femeninas.

 

Se maquilló con la calma y la sapiencia que los años le habían prodigado, los colores pastel resaltaban sus ojos.

      

Al pañar la cartera revisó su interior, en ella encontró su cédula nueva, se quedó extasiada mirándola, observó sus bellas facciones, su nombre, ¡tan femenino! y su sexo: ahora hasta legalmente… era mujer. 

 

 

 

Galdjú Belrod

 

EL BORRACHO

 

 

 

Tendido en la cama del hospital, había oído las conversaciones de los cardiólogos, que desconcertados trataban de explicar los síntomas y signos relatados por él.

 

Desde que se había vuelto un borracho peleador, había comenzado a sentir como si alguien le quisiera sacar el corazón; incluso perdía el sentido y, cuando lo auscultaban no se le escuchaban los latidos cardiacos.

 

Estando solo en la habitación vio como ésta se iluminaba. Empezó a recordar momentos de su niñez y de pronto oyó una voz que le decía:

 

-Pinocho, te lo advierto: si continúas comportándote mal, ¡te quito el corazón para siempre!

 

 

 

Galdjú Belrod

 

LA DE LA REVISTA

 

 

 

Medellín a las 5.20 de la mañana, percibida desde sus montañas es fría y oscura. En especial cuando se está esperando, en medio de una llovizna pertinaz, un bus que pasa en forma irregular cada 30 minutos y que, si uno no tiene la fortuna de cogerlo a tiempo, lo hace llegar tarde a una reunión de trabajo citada a las seis en punto.

 

Por eso pararme a adivinar el sonido de los motores, intentando saber sí el qué se aproximaba desde la oscuridad era un vehículo liviano o pesado, me absorbió toda la capacidad de pensamiento y me impidió concentrarme en algo diferente al cumplimiento de mi objetivo: estar en el tiempo y lugar precisos, para poder tomar el bus y llegar al trabajo puntualmente.

 

Ese día cumplí mi cometido. Me monté al bus en el momento indicado. Cuando ingrese a éste, llegaron a mis oídos sonidos de un barullo que mezclaba el ritmo del motor diesel con la canción de una emisora mal sintonizada.

 

En medio del caos auditivo, me ubiqué en la penúltima banca del lado derecho y, como siempre, me senté en el puesto que daba al interior del bus. Tanto lo del lado escogido, como lo del asiento fueron actos repetitivos, pero no lo hice por agüero, sino por comodidad: así podía estirar mejor las piernas.

 

Una vez acomodado, cerré los ojos y me dediqué a dormitar, como para compensar el madrugón.

 

El bus ya llevaba unos kilómetros recorridos cuando ella se subió. Por instinto abrí los ojos, como lo había hecho en cada una de las paradas. Vi que quedaban pocos puestos vacíos. Alcé mi morral del puesto de la ventanilla, me acomodé, y esperé su decisión.

 

Ella me pidió permiso para sentarse en el puesto vacío. Segundos después estábamos reacomodados, y yo había vuelto a cerrar los ojos, dispuesto a continuar dormitando, cuando percibí un olor tenue, fino. Inspirador.

 

Disfruté del aroma, hasta el momento en el que sentí aposentarse sutilmente sobre mi muslo su rodilla. Sin abrir los ojos disfrute ese contacto y comencé a recordar a la chica del cabello ensortijado que conocí en el rural.

 

En ese tiempo los viajes desde Medellín hasta San Roque duraban, con buena fortuna cuatro horas y sin suerte muchas más. En ellos empezamos a encontrarnos.

 

-Hola.

 

-Hola

 

Era todo lo que nos decíamos cuando nos saludábamos dentro del bus, hasta el día en que sentado en el puesto de siempre coincidimos. Ella decidió sentarse en el puesto de la ventanilla.

 

Nos fuimos conversando de temas que para ella eran emocionantes, y a mí me hacían sentir importante. Al fin y al cabo los signos y síntomas de las enfermedades, así como los diagnósticos referidos a través de relatos, tienen para quienes nos escuchan ocasionalmente un embrujo que los hace atrayentes.

 

Con cada viaje fuimos haciéndonos más amigos. Amistad que por casualidad se topó en una esquina de ese pueblo, al final de una tarde, con un aguacero que empezaba a amainar, y con nuestros besos y nuestros abrazos.

 

Cuando abrí los ojos, ya clareaba; ella continuaba con su rodilla contra mi muslo. Mi destino se encontraba cerca, y había escampado.

 

Al descender del bus me quedé mirando las ventanillas de ese lado y la vi. Era parecida a la imagen de la chica del magazín que me tuvo platónicamente enamorado durante la adolescencia. Pensé que ese era otro recuerdo y nada más.

 

Sin prestarle mayor atención al recuerdo, empecé a caminar hasta la panadería de la esquina donde iba a desayunar.

 

Justo al ingresar vi al panadero dejar sobre el mostrador una bandeja de panes deliciosos, yo iba a coger uno cuando una voz femenina dijo:

 

 -señor, me regala una servilleta por favor.

 

Como un autómata suspendí los movimientos de la mano y dirigí la mirada hacía la dueña de esa voz. Literalmente, ¡me paralicé! La impresión fue grande. Ante mí estaba ella: ¡la de la revista! Con más años, pero con sus facciones intactas.

 

Me sentí aturdido, debí parecer un estúpido. Ni agarraba el pan ni retiraba los ojos de esa extraña que me miraba como preguntándome -tal vez por mi cara de sorpresa-: -¿Nos conocemos?

 

Quise contarle sobre mis sentimientos de adolescente, de los momentos que vivimos su foto y yo. De la chica del bus pero…, me contuve. De todas maneras, “lo nuestro” era parte del pasado. Yo para ella era un extraño, y el tiempo, implacable, reclamaba mi presencia en otro lugar.

 

 

 

Galdjú Belrod
16/10/08

EL CLARINETE DEL VIEJO LUCHO

 

Antonio era uno de esos niños costeños vivaracho, extrovertido, entrador, que no tenía obstáculos que le impidieran ser feliz,  tanto así que el único escollo que tuvo para aprender a interpretar la trompeta, lo solucionó persiguiendo al viejo Eladio por cuanta parte del pueblo él se presentaba.

 

Al viejo le cayó en gracia el mocoso por atrevido y desenvuelto, por eso no sólo le prestó su instrumento, sino que además se lo enseñó a tocar, y cuando ya vio cercana a la parca, se lo dejó de herencia.

 

Fue con esa trompeta con la cual salió a recorrer, primero todo su pueblo y después los demás municipios de Bolívar.

 

Fue estando en Cartagena donde conoció a los integrantes de la Sonora Tropicana, y se unió a ellos en su correría por las ferias del país.

 

Estaban en una de esas ferias bonitas del interior, cuando conoció a Susana, una persona que lo marcó para toda la vida, y lo puso a vivir bueno con su mujer.        

 

La noche en que la conoció era de sábado, en los primeros meses de 1968.

 

Eran las 8.30 p.m. cuando el animador anunció la presencia en el escenario de la sonora Tropicana. Los músicos comenzaron la tanda con: “Sal si puedes”. El público respondió de inmediato. La pista se llenó de parejas que, entusiasmadas bailaban al son de la orquesta más importante del momento.

 

Todo transcurría según lo programado, hasta el inicio del primer descanso, cuando Antonio, aprovechando esos minutos, salió a la terraza del club a fumarse un cigarrillo. Allá vio varias parejas que reían y celebraban con entusiasmo la mejor fiesta de la feria. También vio a una dama de talle singular que inexplicablemente estaba sola.

 

Al comenzar la segunda tanda, Antonio se acomodó en la tarima de tal manera que pudiera divisar toda la concurrencia.

 

Después de unos minutos de búsqueda, logró identificar a la joven. Se dio cuenta que estaba en una mesa cercana a la de la orquesta, adicionalmente vio que estaba sin parejo. En ocasiones bailaba con algunos jóvenes, pero después regresaba a su mesa a esperar que alguien la invitara de nuevo a la pista de baile.

 

Terminada la segunda tanda de la orquesta, el músico descargó su instrumento sobre el asiento, y en menos de un minuto estuvo en la terraza, esperanzado la oportunidad para ofrecerle un cigarrillo a la dama que lo inquietaba.

 

Durante la tercera tanda, Susana y Antonio ya no eran unos desconocidos, eran unos amigos recientes que disfrutaban saludándose con venías y miradas insinuantes, que eran correspondidas con interpretaciones musicales dirigidas a la musa.

 

Para el cuarto descanso, el músico y su amiga compartían mesa y sonrisas. Antonio llevado por el entusiasmo del momento, le informó al mesero que él se haría responsable de la cuenta, a pesar de que el champán que estaba  bebiendo la dama fuese muy costoso.

 

En medio de la quinta tanda, Antonio recorrió toda la orquesta buscando el dinero que le permitiría solventar los gastos en que estaba incurriendo, ¡y en los que iba a incurrir!

 

Con su acento costeño, y su peculiar “eche”, consiguió prestados los pesos para disfrutar lo que iba de la fiesta y lo que faltaba de ella.      

 

-“Eche compa, préstame unas barras y mañana te comparto el cuento. Con lo del toque te lo pago”.

 

A las 2 a.m. se despidieron los músicos. Antonio le encargó a Pepe Pimiento, su compañero de cuarto, la trompeta, y salió de gancho con Susana, mujer esplendorosa que había despertado la admiración de todos en el conjunto, y la envidia de varios de sus integrantes, sobre todo después del beso apasionado que le había brindado al culminar la orquesta su presentación.        

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Eran las 11 de la mañana del domingo, cuando ingresó el director de la orquesta a la habitación de Pepe y de Toño, preocupado por los comentarios de los demás músicos durante el desayuno.

 

Según había oído, Antonio no había parado de vomitar, y de cepillarse los dientes y la boca desde su arribó al hotel.

 

Cada vomitada suya, hacía que sus compañeros se rieran con más ganas, acompañando las carcajadas de comentarios sarcásticos y mal intencionados que empeoraban las maltrechas condiciones en las que se encontraba el trompetista. 

 

Y no era para menos. La noche del sábado había sido larga y bastante movida, hasta el momento en el que Antonio en medio de la emoción, los besos y las caricias, justo cuando iban a ingresar a la habitación, decidió profundizar en sus anhelos y se encontró con una sorpresa que los dejó a los dos sin aliento.

 

Fueron pocos los segundos que les duró el aturdimiento. En ese instante Toño no supo que hacer primero.

 

Al reaccionar se apuró a retirar las manos de ese cuerpo que minutos antes era tan deseado. Se limpió los labios, como tratando de desaparecer el sabor que ya se le había impregnado, y rechazar lo que antes había buscado.

 

Se le fue pasando la borrachera y le fue empezando un dolor de cabeza que le penetraba en forma pulsátil el cerebro.

 

Ya no sabía como llamar a ese ser que lo miraba asustado y trataba de protegerse de una agresión física que nunca se presentó.

 

Antonio afanado, intentó salir de la incómoda situación en la que se encontraba. Sacó la llave de una chapa que no abrió nada, agarró el saco y la corbata que estaban en el suelo, y corrió escaleras abajo.

 

Al llegar el músico a su habitación, Pimiento, quien apenas se estaba durmiendo, prendió la luz, se sentó en la cama, y le preguntó:

 

-¡Aja compadre! , ¿y qué fue la vaina? ¿Por qué llegaste tan pronto?

 

Intuyendo la causa de su malestar, Pepe le dijo con aire de mofa a su compañero: -no me vengas a decir compadre que, ¡semejante tronco de vieja!, tenía una mondá más larga que el clarinete del viejo Lucho.          

 

Galdjú Belrod