martes, 6 de noviembre de 2012


Medellín, 30 de octubre de 2012.

Hola Ángela, Mateo y Susana, deseo que estén bien.

Les escribo desde mi corazón, y desde una condición que en este momento aún no entiendo que tan buena fue, pero fue la que me toco vivir.

Cuando mi papá (Alejandro Bernal) comenzó sus grandes dificultades, es decir cuando además de ser diabético, súper alérgico a todos los analgésicos, asmático, usar sonda vesical por el problema tan severo de próstata y vejiga, tener Parkinson, y reconocerse a sí mismo como una persona que estaba sufriendo de Alzheimer, y se dio cuenta de que lo iban a amputar, yo tuve que hacerle frente a tres realidades:

La de ser su  hijo –el mayor para acabar de ajustar-.

La de ser médico.

La de tener mi propia familia.

Como su hijo y en parte su médico, trate por todos los medios de ayudarle. Situación que me puso en jaque con mi hijo Felipe, que a su corta edad no entendía porque yo ya no tenía tiempo para jugar con él, y sólo nos veíamos en las habitaciones de los hospitales, cuando Liliana y Felipe entraban a saludar al abuelito enfermo, y allí nos encontramos, porque yo madrugaba a cuidar a mí papá, trabajaba, y por las noches me quedaba hasta muy tarde en la misma misión.

Total: no atendía como debía mi vida con mi familia. Pero…es que estaba despidiendo a mi papá. En una despedida dura, muy dura, y larga, muy, pero muy larga.  

Además vi como mi mamá sufría con paciencia, y cuidaba con amor y esmero a mi papá. Un papá que cada día se desmejoraba más y más, hasta postrarse en una cama, y no poder valerse para absolutamente nada por sí mismo.

De mis hermanos, igual, la misma vida para todos: hospitales, consultas, sufrimientos, trasnochos, madrugadas, llamadas a altas horas del amanecer para saber que nos teníamos que vestir a la carrera, y salir para la casa de mis papás a ver qué decidíamos hacer con mi papá, que otra vez estaba mal.

Corríamos a ver un papá que alguna vez fue muy severo, un papá con algunos defectos, pero un papá único: ¡nuestro papá! El que nos acompañó en todo. Un hombre sin igual, un hombre que bajo su forma de ver la vida nunca nos falló, y a su manera nos amó con todo su corazón;  un hombre al que su vida se le apagaba minuto a minuto, sin que pudiéramos hacer nada más que estar ahí, ahí, viendo como es la vida, y como se apagaba su vida.             

Y entre sufrimiento y sufrimiento fueron pasando tres largos años, sobre todo el último, en el cual, mal contadas tuvimos ocho hospitalizaciones en siete meses.

Y llegó el momento, el momento en el cual todos decidimos, pero sobre todo yo decidí.

Yo soy el médico, el médico que no le falló en ninguna hospitalización, el médico que siempre  procuró sus mejores cuidados en salud, y el médico que un día se sentó frente a sus hermanos y su mamá, y les dijo: - mi papá se está muriendo, y yo por misericordia infinita les pido que lo dejemos morir en la casa, no lo llevemos más a los hospitales, dejémoslo ir ya. Ya no lo atajemos más. Él no merece sufrir más.

Esa decisión fue en principio mía, esa decisión, dura, durísima, pienso yo, la tomé con el corazón. 

Fueron tres días larguísimos, tal vez los más largos que todos en la familia  hemos vivido, pero cuando mi papá se volvió visible sólo a los ojos del corazón, ninguno de nosotros sintió la tristeza de no haber estado ahí, con él, acompañándolo, despidiéndolo…

Cuando ese cuerpo maltrecho ya no tenía el ser de mi papá adentro, cuando no lográbamos ningún contacto con él, no le fallamos, lo acompañamos en nuestra casa. Lloramos, rezamos, y sufrimos juntos, pero no se lo entregamos a unos seres  inmisericordes que no lo iban a salvar, sólo lo iban a torturar, nos iban a torturar, y sus tormentos, que no curaban, no se iban a compadecer ni de mi mamá que también se estaba enfermando ni de nosotros que estábamos devastados, y de mi papá que hacía rato se había ido, aunque su corazón aún latía. ¡Le cumplimos, nos cumplimos! Hice mi mejor acto como médico. No dejar que mis colegas alargaran una agonía. Muchas agonías.   

Obviamente extrañamos a mí papá, y al principio fue duro recordarlo, pero ahora cada vez que lo recordamos nos reímos, y gozamos la presencia espiritual de mi papá.

Porque mi papá vive, vive en nuestros corazones, y en las grandes obras que dejó, es decir, en la formación que nos infundió, nosotros somos sus obras, además de ser sus creaciones, somos quienes demostramos que mi papá vive, y vivirá por siempre, mientras nosotros seamos buenos, y honremos su memoria.

Fue simpático para mí, por decir lo menos, que al otro día de haber despedido a mi papá, mientras iba en el bus para el trabajo, fui consciente de que en Medellín nada había cambiado, todo el mundo seguía con su afán. En mi corazón había congoja, y paz, y en Medellín la vida seguía igual.

Después, han venido los recuerdos, y ha sido muy agradable saber que mi papá vive, y vive muy bien, procuramos recordarlo lo mejor posible, destacamos sus virtudes, y lo vivimos con amor.

Ángela, Mateo y Susana deseo que mi vivencia de lo que es el dolor de hijo, la incapacidad de médico, la paz que da el amor, y la fe en que resucitamos a la vida eterna, los ayude en estos momentos, que sólo son soportables si se viven en familia. Si se viven con amor

Es mi deseo que ante la realidad de la vida, ustedes tres honren a Germán, como el gran hombre, papá y esposo, que es, y que al igual que podemos hacerlo nosotros, en su momento la alegría de haberle cumplido a Germán, les permita recordarlo con amor y alegría.

Le pido a Dios que cuando el paso a la eternidad se dé, ustedes lo vivan con la esperanza de la vida eterna, y la tranquilidad de haber hecho todo lo que uno hace por amor.     

   

Con cariño.

 

Guiller.