Medellín,
30 de octubre de 2012.
Hola
Ángela, Mateo y Susana, deseo que estén bien.
Les
escribo desde mi corazón, y desde una condición que en este momento aún no
entiendo que tan buena fue, pero fue la que me toco vivir.
Cuando
mi papá (Alejandro Bernal) comenzó sus grandes dificultades, es decir cuando
además de ser diabético, súper alérgico a todos los analgésicos, asmático, usar
sonda vesical por el problema tan severo de próstata y vejiga, tener Parkinson,
y reconocerse a sí mismo como una persona que estaba sufriendo de Alzheimer, y se
dio cuenta de que lo iban a amputar, yo tuve que hacerle frente a tres
realidades:
La
de ser su hijo –el mayor para acabar de
ajustar-.
La
de ser médico.
La
de tener mi propia familia.
Como
su hijo y en parte su médico, trate por todos los medios de ayudarle. Situación
que me puso en jaque con mi hijo Felipe, que a su corta edad no entendía porque
yo ya no tenía tiempo para jugar con él, y sólo nos veíamos en las habitaciones
de los hospitales, cuando Liliana y Felipe entraban a saludar al abuelito
enfermo, y allí nos encontramos, porque yo madrugaba a cuidar a mí papá, trabajaba,
y por las noches me quedaba hasta muy tarde en la misma misión.
Total:
no atendía como debía mi vida con mi familia. Pero…es que estaba despidiendo a
mi papá. En una despedida dura, muy dura, y larga, muy, pero muy larga.
Además
vi como mi mamá sufría con paciencia, y cuidaba con amor y esmero a mi papá. Un
papá que cada día se desmejoraba más y más, hasta postrarse en una cama, y no
poder valerse para absolutamente nada por sí mismo.
De
mis hermanos, igual, la misma vida para todos: hospitales, consultas,
sufrimientos, trasnochos, madrugadas, llamadas a altas horas del amanecer para
saber que nos teníamos que vestir a la carrera, y salir para la casa de mis
papás a ver qué decidíamos hacer con mi papá, que otra vez estaba mal.
Corríamos
a ver un papá que alguna vez fue muy severo, un papá con algunos defectos, pero
un papá único: ¡nuestro papá! El que nos acompañó en todo. Un hombre sin igual,
un hombre que bajo su forma de ver la vida nunca nos falló, y a su manera nos
amó con todo su corazón; un hombre al
que su vida se le apagaba minuto a minuto, sin que pudiéramos hacer nada más
que estar ahí, ahí, viendo como es la vida, y como se apagaba su vida.
Y
entre sufrimiento y sufrimiento fueron pasando tres largos años, sobre todo el
último, en el cual, mal contadas tuvimos ocho hospitalizaciones en siete meses.
Y
llegó el momento, el momento en el cual todos decidimos, pero sobre todo yo
decidí.
Yo
soy el médico, el médico que no le falló en ninguna hospitalización, el médico
que siempre procuró sus mejores cuidados
en salud, y el médico que un día se sentó frente a sus hermanos y su mamá, y
les dijo: - mi papá se está muriendo, y yo por misericordia infinita les pido
que lo dejemos morir en la casa, no lo llevemos más a los hospitales, dejémoslo
ir ya. Ya no lo atajemos más. Él no merece sufrir más.
Esa
decisión fue en principio mía, esa decisión, dura, durísima, pienso yo, la tomé
con el corazón.
Fueron
tres días larguísimos, tal vez los más largos que todos en la familia hemos vivido, pero cuando mi papá se volvió
visible sólo a los ojos del corazón, ninguno de nosotros sintió la tristeza de
no haber estado ahí, con él, acompañándolo, despidiéndolo…
Cuando
ese cuerpo maltrecho ya no tenía el ser de mi papá adentro, cuando no
lográbamos ningún contacto con él, no le fallamos, lo acompañamos en nuestra
casa. Lloramos, rezamos, y sufrimos juntos, pero no se lo entregamos a unos
seres inmisericordes que no lo iban a
salvar, sólo lo iban a torturar, nos iban a torturar, y sus tormentos, que no
curaban, no se iban a compadecer ni de mi mamá que también se estaba enfermando
ni de nosotros que estábamos devastados, y de mi papá que hacía rato se había
ido, aunque su corazón aún latía. ¡Le cumplimos, nos cumplimos! Hice mi mejor
acto como médico. No dejar que mis colegas alargaran una agonía. Muchas
agonías.
Obviamente
extrañamos a mí papá, y al principio fue duro recordarlo, pero ahora cada vez
que lo recordamos nos reímos, y gozamos la presencia espiritual de mi papá.
Porque
mi papá vive, vive en nuestros corazones, y en las grandes obras que dejó, es
decir, en la formación que nos infundió, nosotros somos sus obras, además de
ser sus creaciones, somos quienes demostramos que mi papá vive, y vivirá por
siempre, mientras nosotros seamos buenos, y honremos su memoria.
Fue
simpático para mí, por decir lo menos, que al otro día de haber despedido a mi
papá, mientras iba en el bus para el trabajo, fui consciente de que en Medellín
nada había cambiado, todo el mundo seguía con su afán. En mi corazón había congoja,
y paz, y en Medellín la vida seguía igual.
Después,
han venido los recuerdos, y ha sido muy agradable saber que mi papá vive, y
vive muy bien, procuramos recordarlo lo mejor posible, destacamos sus virtudes,
y lo vivimos con amor.
Ángela,
Mateo y Susana deseo que mi vivencia de lo que es el dolor de hijo, la
incapacidad de médico, la paz que da el amor, y la fe en que resucitamos a la
vida eterna, los ayude en estos momentos, que sólo son soportables si se viven
en familia. Si se viven con amor
Es
mi deseo que ante la realidad de la vida, ustedes tres honren a Germán, como el
gran hombre, papá y esposo, que es, y que al igual que podemos hacerlo nosotros,
en su momento la alegría de haberle cumplido a Germán, les permita recordarlo
con amor y alegría.
Le
pido a Dios que cuando el paso a la eternidad se dé, ustedes lo vivan con la
esperanza de la vida eterna, y la tranquilidad de haber hecho todo lo que uno hace
por amor.
Con
cariño.
Guiller.