EL DIFUNTO
Uno siendo niño tiene
experiencias que le parecen muy incomodas, y en mi caso una de ellas tenía que
ver con los difuntos. Ellos me generaban un temor y unas sensaciones mentales y
corporales indeseables y duraderas.
Ahora me resulta hasta
cómico recordar lo perturbado que me ponía, y la debilidad en las piernas que
me generaba ver a mis tías y a mi mamá vestidas de negro riguroso, hablando en
voz baja, alistando las camándulas y las mantillas para salir desde la casa de
mis abuelitos –ya fallecidos- hacia el cementerio.
No había forma de escapar a
ese tormento. No sé si alguien más en la familia lo sentía, porque nunca fui
capaz de compartir con nadie esas emociones. Simplemente me quedaba callado, me
acercaba lo más que podía a mi mamá y hacía acopió de todo mi valor para
empezar esa procesión silenciosa que nos llevaba hasta el camposanto.
A veces tenía la
desagradable misión de ser uno de los que cargaba las flores para “arreglar las
lapidas”. El olor que ellas producían se adhería a mi ropa y no me desamparaba
por el resto del día, haciéndome recordar hasta por la noche dónde había estado.
Pero lo peor empezaba cuando
al voltear en una esquina, al final del pueblo, se veía a pocos metros la
puerta de la necrópolis. En ese momento el temor se me incrementaba, mis manos
empezaban a sudar y mis piernas se hacían débiles.
Cuando ya llegábamos, al cruzar la puerta, las
mujeres comenzaban unos sollozos leves que me entristecían y terminaban
haciéndome llorar.
Luego venían los rezos, el
cambio de flores y lo más aterrador: el recorrido por los otros pabellones
visitando algunos parientes, que yo pensaba que podían salirse de las tumbas,
como los de las películas, y hacernos daño.
Después de una peregrinación
estremecedora –por lo menos para mí-, por fin decidían abandonar el recinto, ya
fuera por la fatiga en las piernas o porque los hombres comenzaban a disiparse,
y a hablar de temas “mundanos”, aunque yo sólo vine a comprender la extensión
del término muchos años después.
Por eso aquel día no pude
dejar de sonreír al ingresar a un cementerio sin miedo, y recordar lo que me
sucedía antes.
Tuve que cumplir con ese
requerimiento social porque había fallecido la mamá de la secretaria de mi
socio. Me sentí obligado a ir, porque Eduardo me llamó desde España y me dijo
que ni él ni su esposa podrían –por circunstancias obvias- asistir. Que me
agradecerían infinitamente sí yo, en representación de la empresa iba, y
presentaba las condolencias en nombre de ellos y de nuestra corporación.
Tuve que ir a las ocho de la
noche porque la agenda laboral me impidió hacer presencia en otra hora del día.
Cuando ingresé al cementerio
el vigilante me preguntó:
-Buenas noches señor. ¿Usted
va para el velorio de quién?
Ahí, en ese momento empezaron mis problemas.
Yo no sabía cómo se llamaba la señora, por eso le respondí que yo iba para el
velorio de una anciana. El vigilante me dijo que ese día había dos difuntas que
eran ancianas.
Ante esa perspectiva, el
señor me dijo:
-Va tener que ir a las dos
salas a ver cuál es la difunta que usted viene a acompañar.
No tuve más remedio, me tocó
ir a ver en cuál de las salas estaba la difunta que yo debía visitar.
Al parquear el vehículo miré
lo que me esperaba al frente. Lleno del valor que da la resignación me dirigí a
saludar a Rosita. ¿Rosita qué?
Hombre, uno si es muy
descuidado, ¿cómo es que yo no me sabía el apellido de Rosita? Pues claro, como
uno pasa por el frente de su escritorio todos los días y le dice: buenos días Rosita,
y sigue para la oficina y, ni siquiera oye si ella responde o no.
Total ahí estaba listo para
entrar a una sala de velación, a preguntar por Rosita, la que trabaja en una
distribuidora de productos importados.
En la puerta había un grupo
de damas ataviadas con prendas que denotaban su poco uso, por su buen estado y
lo estrechos que les quedaban.
-Buenas noches señoras, -les
dije-. Y para no demostrar mis dudas decidí preguntar sin asomo de indecisión
por Rosita.
-Bien pueda “dotor”, siga
que ya se la mando llamar. -me respondió la menos escotada-. Ella salió un
momentico a la cafetería pero no se demora. Siga, siga y se sienta.
Yo feliz de no haber tenido
que buscar mucho, seguí y me senté en una silla que estaba vacía.
Inmediatamente comenzó un
rumor por toda la sala, que se hizo tan evidente que, hasta los que le estaban
rezando a la difunta pararon sus oraciones para mirarme.
En esas se acerca un señor
con tufo a licor y me dice:
-Usted si es muy valiente,
yo lo admiro. ¿Se va a tomar uno para pasar el susto?
De inmediato me empezó un
sudor frio por todo el cuerpo y dije para mí mismo: ¿Por Dios, dónde me metí?
Ya iba a preguntarle algo al
señor que me había pasado la botellita plástica de gaseosa llena de
aguardiente, cuando dos señores lo pararon y se me sentaron al lado.
-Entonces, ¿Usted vino
preguntando por Rosita?
-Si señores, como no, yo
vine porque mi socio no está en el país y me pidió el favor de que la visitara
y le presentara su pésame por la muerte de la mamá.
-Pero es que a Rosita no se
le murió nadie. -dijo uno de los señores.
El corrientazo que me
recorrió el cuerpo hizo que yo apretara tanto la botellita que sé le salió la
tapa. Ante esa circunstancia, y en búsqueda de alguna idea que me sacara de ese
embrollo, les ofrecí la botellita y me agaché a recoger la tapa. Ninguno me
aceptó la invitación. Yo ante la incomodidad que iba sintiendo decidí tomarme
un trago. ¡Qué cosa tan fuerte la que había en esa botella!
-Oiga ¿señor?
-Gustavo, Gustavo Londoño. -Le
respondí al que me preguntó.
-Oiga señor Londoño, yo soy
el marido de Rosita, ¿cómo le parece? Y desde que la saqué a vivir conmigo le
prohibí el contacto con los que eran sus clientes.
Vea hombre, en ese momento
se me enfrió todo. De inmediato me compuse en la silla. Mientras tanto la gente
se iba saliendo calladita del velorio, y uno que otro me miraba compasivo.
-Un momento señores, -dije-.
Aquí hay un error. Si la muerta no es la mamá de Rosita, entonces ¿quién es la
difunta? Porque yo vine a presentarle las condolencias a una señora llamada Rosita
a la que se le murió la mamá, y me dijeron que aquí la están velando.
Me mira el señor que estaba
más serio y me dice:
-¿Usted me cree a mi pendejo
o qué?
-¿Cómo así señor? -le
respondí, y añadí-. No, lo que yo le pregunté es en serio.
-Vea hombre Londoño, aquí no
hay ningún muerto.
Ahí si se me vino todo el
mundo encima.
-¿Cómo así que aquí no hay
ningún muerto?, y ese cajón entonces ¿qué tiene?
-Todavía está vació hombre
Londoño, -me dijo el señor-. Pero parece que es por poquito tiempo. –Agregó sonriéndome.
Yo no aguanté más, sin
pedirle permiso a nadie me bebí lo que quedaba de la botellita.
De pronto alguien se le
arrimó al señor y le dijo:
-llegó Rosita.
Yo pensé: gracias a Dios
llegó esa señora, así ella va a poder explicar todo y yo me voy a poder
ir.
En esas entra una señora
despampanante. Se para el señor que me estaba interrogando, la increpa y le
dice:
-Rosa, ¿usted conoce a este hombre?
Y ella le responde:
-No tengo la menor idea de
quién es, y apúrese que ya vamos a llevar a incinerar a la difunta, para poder
enviar las cenizas para España.
-¿Y entonces?, ¿qué hacemos
con éste? –Alcance a oír yo que preguntó alguien.
-Hay que meterle peso al
cajón, -dijo el esposo de Rosita.
No hubo tiempo de nada,
terminada la frase sentí un golpe en la cabeza y no supe de mí.
Un ataúd no es tan cómodo
como lo hacen ver. Cuando abrí los ojos, estando dentro de uno de ellos no veía
nada, todo estaba oscuro, muy oscuro. Sólo oía la voz de alguien que respondía
unas preguntas que, me imagino, le hacían a través de un celular. Por el
movimiento ondulado que realizó el carro, creo que pasé por una serie de
resaltos, en cada uno de ellos me dolió más la cabeza.
No sé porque se detuvo el
coche mortuorio. De pronto sentí que jalaban el féretro, un minuto después del
conductor le dijo a alguien al final del celular:
-Este cliente sigue privado,
yo estoy asustado de verlo tan pálido, y de ver la cantidad de sangre que ha
perdido. Este hombre parece muerto. ¿Qué hago? A bueno, pero el hombre va
mal.
Según mis cálculos no
habíamos recorrido nuevamente ni un kilómetro cuando el vehículo se volvió a
detener. Yo logré oír algo antes de desmayarme:
-Buenas noches señor, somos
soldados del Ejército Nacional.
-Buenas noches oficial.
-¿Está trabajando señor?
-Si oficial, de trabajo.
No logré oír nada más. De
pronto me despertó un alarido. Después vinieron muchos más gritos. Entre varios
soldados me sacaron del cajón. Uno de ellos me decía:
-Tranquilo señor, no se me
vaya a ir, no se me vaya a ir. Y me chuzó en la parte anterior de los antebrazos
y de las manos. Me inyectó algo en el tórax que me dio calor. También me
masajeaba en el pecho, en el lado del corazón.
Vi muchas luces, oí muchos
gritos. Después llegó una ambulancia. Me montaron en ella, todo el mundo
corría. Inesperadamente todo volvió a estar oscuro y no recuerdo más.
Según me contaron llegué en
muy malas condiciones al hospital. Me tuvieron que drenar dos hematomas del cráneo.
Pasé cuatro días con un tubo entre mi boca, pegado a un ventilador que
respiraba por mí. Luego estuve en una sala que llaman UCE.
Da la UCE pasé a una
habitación donde por fin el médico autorizó que me prendieran el televisor. Le
pedí a la enfermera que me pusiera las noticias.
-¡Por Dios, es Eduardo! -empecé
a gritar-, es Eduardo. ¿Qué le pasó?
La enfermera que me estaba
aplicando un medicamento me mira y me dice:
-Tranquilícese don Gustavo,
a ese hombre lo encontraron ayer en un apartamento en España. Parece que su
muerte se debió a un ajuste de cuentas por un cargamento que nunca llegó a ese
país.
Gadljú Belrod.
01/06/09