viernes, 18 de octubre de 2013


Yen yen pakase lele kuenda mbansa

Valiente cimarrón ven a casa.

 

 

Señor Malaquías, usted es el último cimarrón vivo en Colombia, usted representa a miles de hombres y mujeres que sufrieron las ignominias de la opresión. Le pido que me cuente lo que vivió cuando no tuvo derechos, y cómo los recobró.

 

-Sabe que yo moriré lejos de mi patria –dijo el anciano-. Hombres que no hablaban mi lengua me secuestraron, me ultrajaron, cambiaron mi nombre, y me vendieron como mercancía; según ellos los negros no tenemos sentimientos, ni alma, ni razón.

 

Me trajeron encadenado a esta tierra lejana, aquí me juntaron con otros y nos obligaron a trabajar para ellos. Por la noche nos encerraban en una celda. Allí el fantasma de la esclavitud nos rasgaba la espalda. Era indigno, inhumano, y sólo hería la piel de los de nuestra raza. No teníamos derecho a nada. 

 

Una noche la mazmorra donde nos recluían se empezó a inundar y nos obligaron a salir. Sentados a la intemperie soportamos el temporal. No nos importó; desde nuestra llegada era la primera vez que veíamos la luna, y el campo cuando éste era de nuestro color. ¡Y oímos los tambores!: Yen yen pakase lele kuenda mbansa.

 

Volvimos a vivir, teníamos un anhelo. Supimos que en esta tierra podíamos tener un hogar. A pesar de haber vuelto al encierro aprendimos a escuchar la cadencia de los cueros gritando ¡libertad! Y entre cantos y susurros llegó la esperanza, el viento nos trajo el mensaje del palenque, donde ellos no se atrevían a entrar.

 

Y volvió a llover. Otra vez nos sacaron, pero en esta ocasión cuando nos fueron a unir las cadenas los atacamos, ellos sufrieron el horror de nuestra furia. Algunos comenzaron a llevar en su rostro la marca que dejaba nuestra emancipación. Estábamos dispuestos a todo con tal de recobrar nuestra autonomía y dignidad.       

 

Al ingresar a los matorrales, oímos próximos los ladridos y los gritos de los caporales, también el trueno de los disparos, pero entre más corríamos más cerca retumbaban los tambores: Yen yen pakase lele kuenda mbansa. Yen yen pakase…

 

Cuando mis fuerzas escaseaban caí, y un perro me alcanzó, me mordió y se aferro a mí. Con mi cadena lo golpeé y lo reventé, y cojeando me aferré a mi ilusión. Oía sus voces muy cerca de mí, de pronto sentí una mano fuerte sobre mi hombro, era el final, enfurecido iba a entregar mi vida en la última batalla, pero ellos me hablaron en bantú. En ese instante las fuerzas de mi cuerpo me abandonaron y no pude dar un paso más. Me desmayé.

 

Entre varios me entraron a San Basilio, a mi lado algunos bailaban mapalé. Los tambores retumbaban en la manigua, y le contaban al viento que otra vez Malaquías estaba entre su gente, donde todos éramos iguales, y era libre. Así fue como llegué al palenque, el lugar donde recobré mi derecho a ser humano.        

 

Pakase lele   

 

Autor: Guillermo Alejandro Bernal R. Papá de Felipe Bernal Martínez de 5C.

 

PRIMER PUESTO, EN LA CATEGORÍA D DEL CONCURSO CUÉNTAMELO TODO. COLEGIO CANADIENSE. MEDELLÍN 2013

viernes, 10 de mayo de 2013


VOCACIÓN

 

* Dedicado a  “Soñita” **

 

…Y al aceptar su vocación, perdió el derecho a descansar; así llegase a estar enferma.

 

Entre las múltiples obligaciones que adquirió estaba la de levantarse cada vez que la llamaran y no dormirse hasta que el último hubiera llegado.

 

Así sufriera no tenía derecho a manifestárselo a nadie en la casa, en especial a los niños, pero tenía la obligación de mitigar las tristezas que los demás le contaran.

 

Tuvo que adquirir la facultad de multiplicar el tiempo, de ampliar los espacios, de hacer aparecer dinero de algunos escondites inimaginables… 

 

Y de siempre sonreír, siempre amar y siempre ser… mamá.

 

 

 

Galdjú Belrod

 

** Así le digo a mi mamá

lunes, 6 de mayo de 2013


03 de mayo de 2013.

Hola Felipe, hijo querido, hijo que siempre está en nuestro corazón. Hoy en especial queremos felicitarte por tu entrega, voluntad de sacrificio, y la sabia utilización que haces de tu inteligencia, que es superior.

Hoy mami y yo tuvimos el inmenso placer de ir por tus calificaciones, y enterarnos de boca de tus profesores de lo aplicado y voluntarioso que eres.

Nos encontramos también con la psicóloga del colegio, quien nos contó que tu socialización y capacidad de solución de dificultades ha mejorado tanto, que ya eres capaz de afrontar tus dificultades sin llorar, y en una forma concisa y sobre todo clara y madura.

¿Qué es madurez a los  casi 10 años que tienes? Madurez es tu actitud serena, reflexiva, analítica, es decir pensante, que hace que estemos ante un niño con una gran proyección, y que va creciendo mentalmente acorde con su edad cronológica. Un preadolescente que se destaca por ser responsable con su futuro, y que está sabiendo aprovechar los denarios, es decir las fortalezas y oportunidades que Dios le puso en sus manos.   

Feli, a ti Dios te entregó 10 denarios, te hizo merecedor a la máxima distinción, pero también de la más grande responsabilidad. La persona que recibe tantas oportunidades, y tantos beneficios, tiene que ser responsable consigo mismo y saber que tiene que multiplicarlos, primero en bien suyo, y luego en el de los demás: en su prójimo.

Como te escribí al principio de esta carta, nosotros como papás estamos felices de tener un hijo como tú, que brilla con luz propia, y que se quiere  a sí mismo, con la responsabilidad de saber cuál es su valor en este mundo, y por ello saber apreciar sus fortalezas personales y sus oportunidades.

Hoy, día previo a tu primera comunión, te agradecemos como papás, los regalos que nos haces, al responder con creces a todo el amor y la confianza que depositamos en quien fuera niño, y ahora empieza su vida de preadolescente, habiendo cortado con algunas actitudes que eran de infante.

Feli, hijo, estamos felices con tu desempeño académico, con tu responsabilidad ante tus deberes, y con el ánimo que le pones a cada tarea que emprendes. Gracias, muchas gracias por darnos este estupendo regalo.

Como te dije anteriormente, mañana comenzarás una nueva vida dentro de tu fe, dentro de la iglesia en la que nacimos tus abuelos y tus papás, y por ende naciste tú. Mañana comulgaras por primera vez, ello significa que por primara vez estarás invitado a la mesa del Dios al que le profesamos nuestra fe, y le encomendamos nuestras oraciones, y le damos gracias por ser tan bondadoso con nosotros.

Y será mañana tu primera cena espiritual, es decir tu primera común unión con todos los cristianos católicos y con Dios, porque ya eres lo suficientemente mayor como para saberte comportar en una fiesta en la cual Jesús comparte con nosotros a través de su cuerpo, que está en el vino y el pan ácimo, es decir en la hostia, todo lo mejor que tiene.

Jesús nos entrega lo mejor de sí en la comunión, como tú nos entregas lo mejor de ti mismo en tu vida diaria, siendo el maravilloso hijo que eres, y nosotros te correspondemos siendo los padres amorosos que nos brindamos a ti con alma,  vida, y corazón.

Felipe, hijo que siempre estás en nuestro corazón, mil gracias por las fabulosas calificaciones que nos entregaste, mil gracias por tu gran esfuerzo escolar, mil gracias por ser nuestro amado hijo.

Mañana cuando recibas a Jesús, cuerpo sagrado, en la comunión, dale gracias por permitirte ser el maravilloso Felipe Bernal Martínez que eres. Amén.

 

Con nuestro amor.

 

Mami y papi.

                    

jueves, 4 de abril de 2013


MUJER

 

 

 

Mientras se vestía frente al espejo, observó su busto y se maravilló. Al ponerse los pantis no pudo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción y aprobación, se veía preciosa.

 

Su vestido de alta costura le hacía lucir esplendorosa, sus piernas bien formadas y atléticas eran muy femeninas.

 

Se maquilló con la calma y la sapiencia que los años le habían prodigado, los colores pastel resaltaban sus ojos.

      

Al pañar la cartera revisó su interior, en ella encontró su cédula nueva, se quedó extasiada mirándola, observó sus bellas facciones, su nombre, ¡tan femenino! y su sexo: ahora hasta legalmente… era mujer. 

 

 

 

Galdjú Belrod

 

EL BORRACHO

 

 

 

Tendido en la cama del hospital, había oído las conversaciones de los cardiólogos, que desconcertados trataban de explicar los síntomas y signos relatados por él.

 

Desde que se había vuelto un borracho peleador, había comenzado a sentir como si alguien le quisiera sacar el corazón; incluso perdía el sentido y, cuando lo auscultaban no se le escuchaban los latidos cardiacos.

 

Estando solo en la habitación vio como ésta se iluminaba. Empezó a recordar momentos de su niñez y de pronto oyó una voz que le decía:

 

-Pinocho, te lo advierto: si continúas comportándote mal, ¡te quito el corazón para siempre!

 

 

 

Galdjú Belrod

 

LA DE LA REVISTA

 

 

 

Medellín a las 5.20 de la mañana, percibida desde sus montañas es fría y oscura. En especial cuando se está esperando, en medio de una llovizna pertinaz, un bus que pasa en forma irregular cada 30 minutos y que, si uno no tiene la fortuna de cogerlo a tiempo, lo hace llegar tarde a una reunión de trabajo citada a las seis en punto.

 

Por eso pararme a adivinar el sonido de los motores, intentando saber sí el qué se aproximaba desde la oscuridad era un vehículo liviano o pesado, me absorbió toda la capacidad de pensamiento y me impidió concentrarme en algo diferente al cumplimiento de mi objetivo: estar en el tiempo y lugar precisos, para poder tomar el bus y llegar al trabajo puntualmente.

 

Ese día cumplí mi cometido. Me monté al bus en el momento indicado. Cuando ingrese a éste, llegaron a mis oídos sonidos de un barullo que mezclaba el ritmo del motor diesel con la canción de una emisora mal sintonizada.

 

En medio del caos auditivo, me ubiqué en la penúltima banca del lado derecho y, como siempre, me senté en el puesto que daba al interior del bus. Tanto lo del lado escogido, como lo del asiento fueron actos repetitivos, pero no lo hice por agüero, sino por comodidad: así podía estirar mejor las piernas.

 

Una vez acomodado, cerré los ojos y me dediqué a dormitar, como para compensar el madrugón.

 

El bus ya llevaba unos kilómetros recorridos cuando ella se subió. Por instinto abrí los ojos, como lo había hecho en cada una de las paradas. Vi que quedaban pocos puestos vacíos. Alcé mi morral del puesto de la ventanilla, me acomodé, y esperé su decisión.

 

Ella me pidió permiso para sentarse en el puesto vacío. Segundos después estábamos reacomodados, y yo había vuelto a cerrar los ojos, dispuesto a continuar dormitando, cuando percibí un olor tenue, fino. Inspirador.

 

Disfruté del aroma, hasta el momento en el que sentí aposentarse sutilmente sobre mi muslo su rodilla. Sin abrir los ojos disfrute ese contacto y comencé a recordar a la chica del cabello ensortijado que conocí en el rural.

 

En ese tiempo los viajes desde Medellín hasta San Roque duraban, con buena fortuna cuatro horas y sin suerte muchas más. En ellos empezamos a encontrarnos.

 

-Hola.

 

-Hola

 

Era todo lo que nos decíamos cuando nos saludábamos dentro del bus, hasta el día en que sentado en el puesto de siempre coincidimos. Ella decidió sentarse en el puesto de la ventanilla.

 

Nos fuimos conversando de temas que para ella eran emocionantes, y a mí me hacían sentir importante. Al fin y al cabo los signos y síntomas de las enfermedades, así como los diagnósticos referidos a través de relatos, tienen para quienes nos escuchan ocasionalmente un embrujo que los hace atrayentes.

 

Con cada viaje fuimos haciéndonos más amigos. Amistad que por casualidad se topó en una esquina de ese pueblo, al final de una tarde, con un aguacero que empezaba a amainar, y con nuestros besos y nuestros abrazos.

 

Cuando abrí los ojos, ya clareaba; ella continuaba con su rodilla contra mi muslo. Mi destino se encontraba cerca, y había escampado.

 

Al descender del bus me quedé mirando las ventanillas de ese lado y la vi. Era parecida a la imagen de la chica del magazín que me tuvo platónicamente enamorado durante la adolescencia. Pensé que ese era otro recuerdo y nada más.

 

Sin prestarle mayor atención al recuerdo, empecé a caminar hasta la panadería de la esquina donde iba a desayunar.

 

Justo al ingresar vi al panadero dejar sobre el mostrador una bandeja de panes deliciosos, yo iba a coger uno cuando una voz femenina dijo:

 

 -señor, me regala una servilleta por favor.

 

Como un autómata suspendí los movimientos de la mano y dirigí la mirada hacía la dueña de esa voz. Literalmente, ¡me paralicé! La impresión fue grande. Ante mí estaba ella: ¡la de la revista! Con más años, pero con sus facciones intactas.

 

Me sentí aturdido, debí parecer un estúpido. Ni agarraba el pan ni retiraba los ojos de esa extraña que me miraba como preguntándome -tal vez por mi cara de sorpresa-: -¿Nos conocemos?

 

Quise contarle sobre mis sentimientos de adolescente, de los momentos que vivimos su foto y yo. De la chica del bus pero…, me contuve. De todas maneras, “lo nuestro” era parte del pasado. Yo para ella era un extraño, y el tiempo, implacable, reclamaba mi presencia en otro lugar.

 

 

 

Galdjú Belrod
16/10/08

EL CLARINETE DEL VIEJO LUCHO

 

Antonio era uno de esos niños costeños vivaracho, extrovertido, entrador, que no tenía obstáculos que le impidieran ser feliz,  tanto así que el único escollo que tuvo para aprender a interpretar la trompeta, lo solucionó persiguiendo al viejo Eladio por cuanta parte del pueblo él se presentaba.

 

Al viejo le cayó en gracia el mocoso por atrevido y desenvuelto, por eso no sólo le prestó su instrumento, sino que además se lo enseñó a tocar, y cuando ya vio cercana a la parca, se lo dejó de herencia.

 

Fue con esa trompeta con la cual salió a recorrer, primero todo su pueblo y después los demás municipios de Bolívar.

 

Fue estando en Cartagena donde conoció a los integrantes de la Sonora Tropicana, y se unió a ellos en su correría por las ferias del país.

 

Estaban en una de esas ferias bonitas del interior, cuando conoció a Susana, una persona que lo marcó para toda la vida, y lo puso a vivir bueno con su mujer.        

 

La noche en que la conoció era de sábado, en los primeros meses de 1968.

 

Eran las 8.30 p.m. cuando el animador anunció la presencia en el escenario de la sonora Tropicana. Los músicos comenzaron la tanda con: “Sal si puedes”. El público respondió de inmediato. La pista se llenó de parejas que, entusiasmadas bailaban al son de la orquesta más importante del momento.

 

Todo transcurría según lo programado, hasta el inicio del primer descanso, cuando Antonio, aprovechando esos minutos, salió a la terraza del club a fumarse un cigarrillo. Allá vio varias parejas que reían y celebraban con entusiasmo la mejor fiesta de la feria. También vio a una dama de talle singular que inexplicablemente estaba sola.

 

Al comenzar la segunda tanda, Antonio se acomodó en la tarima de tal manera que pudiera divisar toda la concurrencia.

 

Después de unos minutos de búsqueda, logró identificar a la joven. Se dio cuenta que estaba en una mesa cercana a la de la orquesta, adicionalmente vio que estaba sin parejo. En ocasiones bailaba con algunos jóvenes, pero después regresaba a su mesa a esperar que alguien la invitara de nuevo a la pista de baile.

 

Terminada la segunda tanda de la orquesta, el músico descargó su instrumento sobre el asiento, y en menos de un minuto estuvo en la terraza, esperanzado la oportunidad para ofrecerle un cigarrillo a la dama que lo inquietaba.

 

Durante la tercera tanda, Susana y Antonio ya no eran unos desconocidos, eran unos amigos recientes que disfrutaban saludándose con venías y miradas insinuantes, que eran correspondidas con interpretaciones musicales dirigidas a la musa.

 

Para el cuarto descanso, el músico y su amiga compartían mesa y sonrisas. Antonio llevado por el entusiasmo del momento, le informó al mesero que él se haría responsable de la cuenta, a pesar de que el champán que estaba  bebiendo la dama fuese muy costoso.

 

En medio de la quinta tanda, Antonio recorrió toda la orquesta buscando el dinero que le permitiría solventar los gastos en que estaba incurriendo, ¡y en los que iba a incurrir!

 

Con su acento costeño, y su peculiar “eche”, consiguió prestados los pesos para disfrutar lo que iba de la fiesta y lo que faltaba de ella.      

 

-“Eche compa, préstame unas barras y mañana te comparto el cuento. Con lo del toque te lo pago”.

 

A las 2 a.m. se despidieron los músicos. Antonio le encargó a Pepe Pimiento, su compañero de cuarto, la trompeta, y salió de gancho con Susana, mujer esplendorosa que había despertado la admiración de todos en el conjunto, y la envidia de varios de sus integrantes, sobre todo después del beso apasionado que le había brindado al culminar la orquesta su presentación.        

                                     ****************************************

 

Eran las 11 de la mañana del domingo, cuando ingresó el director de la orquesta a la habitación de Pepe y de Toño, preocupado por los comentarios de los demás músicos durante el desayuno.

 

Según había oído, Antonio no había parado de vomitar, y de cepillarse los dientes y la boca desde su arribó al hotel.

 

Cada vomitada suya, hacía que sus compañeros se rieran con más ganas, acompañando las carcajadas de comentarios sarcásticos y mal intencionados que empeoraban las maltrechas condiciones en las que se encontraba el trompetista. 

 

Y no era para menos. La noche del sábado había sido larga y bastante movida, hasta el momento en el que Antonio en medio de la emoción, los besos y las caricias, justo cuando iban a ingresar a la habitación, decidió profundizar en sus anhelos y se encontró con una sorpresa que los dejó a los dos sin aliento.

 

Fueron pocos los segundos que les duró el aturdimiento. En ese instante Toño no supo que hacer primero.

 

Al reaccionar se apuró a retirar las manos de ese cuerpo que minutos antes era tan deseado. Se limpió los labios, como tratando de desaparecer el sabor que ya se le había impregnado, y rechazar lo que antes había buscado.

 

Se le fue pasando la borrachera y le fue empezando un dolor de cabeza que le penetraba en forma pulsátil el cerebro.

 

Ya no sabía como llamar a ese ser que lo miraba asustado y trataba de protegerse de una agresión física que nunca se presentó.

 

Antonio afanado, intentó salir de la incómoda situación en la que se encontraba. Sacó la llave de una chapa que no abrió nada, agarró el saco y la corbata que estaban en el suelo, y corrió escaleras abajo.

 

Al llegar el músico a su habitación, Pimiento, quien apenas se estaba durmiendo, prendió la luz, se sentó en la cama, y le preguntó:

 

-¡Aja compadre! , ¿y qué fue la vaina? ¿Por qué llegaste tan pronto?

 

Intuyendo la causa de su malestar, Pepe le dijo con aire de mofa a su compañero: -no me vengas a decir compadre que, ¡semejante tronco de vieja!, tenía una mondá más larga que el clarinete del viejo Lucho.          

 

Galdjú Belrod

miércoles, 6 de febrero de 2013


     EL DIFUNTO
 

Uno siendo niño tiene experiencias que le parecen muy incomodas, y en mi caso una de ellas tenía que ver con los difuntos. Ellos me generaban un temor y unas sensaciones mentales y corporales indeseables y duraderas.

Ahora me resulta hasta cómico recordar lo perturbado que me ponía, y la debilidad en las piernas que me generaba ver a mis tías y a mi mamá vestidas de negro riguroso, hablando en voz baja, alistando las camándulas y las mantillas para salir desde la casa de mis abuelitos –ya fallecidos- hacia el cementerio.

No había forma de escapar a ese tormento. No sé si alguien más en la familia lo sentía, porque nunca fui capaz de compartir con nadie esas emociones. Simplemente me quedaba callado, me acercaba lo más que podía a mi mamá y hacía acopió de todo mi valor para empezar esa procesión silenciosa que nos llevaba hasta el camposanto.

A veces tenía la desagradable misión de ser uno de los que cargaba las flores para “arreglar las lapidas”. El olor que ellas producían se adhería a mi ropa y no me desamparaba por el resto del día, haciéndome recordar hasta por la noche dónde había estado.    

Pero lo peor empezaba cuando al voltear en una esquina, al final del pueblo, se veía a pocos metros la puerta de la necrópolis. En ese momento el temor se me incrementaba, mis manos empezaban a sudar y mis piernas se hacían débiles.

 Cuando ya llegábamos, al cruzar la puerta, las mujeres comenzaban unos sollozos leves que me entristecían y terminaban haciéndome llorar.

Luego venían los rezos, el cambio de flores y lo más aterrador: el recorrido por los otros pabellones visitando algunos parientes, que yo pensaba que podían salirse de las tumbas, como los de las películas, y hacernos daño.

Después de una peregrinación estremecedora –por lo menos para mí-, por fin decidían abandonar el recinto, ya fuera por la fatiga en las piernas o porque los hombres comenzaban a disiparse, y a hablar de temas “mundanos”, aunque yo sólo vine a comprender la extensión del término muchos años después.

Por eso aquel día no pude dejar de sonreír al ingresar a un cementerio sin miedo, y recordar lo que me sucedía antes.

Tuve que cumplir con ese requerimiento social porque había fallecido la mamá de la secretaria de mi socio. Me sentí obligado a ir, porque Eduardo me llamó desde España y me dijo que ni él ni su esposa podrían –por circunstancias obvias- asistir. Que me agradecerían infinitamente sí yo, en representación de la empresa iba, y presentaba las condolencias en nombre de ellos y de nuestra corporación.

Tuve que ir a las ocho de la noche porque la agenda laboral me impidió hacer presencia en otra hora del día.

Cuando ingresé al cementerio el vigilante me preguntó:

-Buenas noches señor. ¿Usted va para el velorio de quién?

 Ahí, en ese momento empezaron mis problemas. Yo no sabía cómo se llamaba la señora, por eso le respondí que yo iba para el velorio de una anciana. El vigilante me dijo que ese día había dos difuntas que eran ancianas.  

Ante esa perspectiva, el señor me dijo:

-Va tener que ir a las dos salas a ver cuál es la difunta que usted viene a acompañar.

No tuve más remedio, me tocó ir a ver en cuál de las salas estaba la difunta que yo debía visitar.

Al parquear el vehículo miré lo que me esperaba al frente. Lleno del valor que da la resignación me dirigí a saludar a Rosita. ¿Rosita qué?

Hombre, uno si es muy descuidado, ¿cómo es que yo no me sabía el apellido de Rosita? Pues claro, como uno pasa por el frente de su escritorio todos los días y le dice: buenos días Rosita, y sigue para la oficina y, ni siquiera oye si ella responde o no.

Total ahí estaba listo para entrar a una sala de velación, a preguntar por Rosita, la que trabaja en una distribuidora de productos importados.

En la puerta había un grupo de damas ataviadas con prendas que denotaban su poco uso, por su buen estado y lo estrechos que les quedaban.

-Buenas noches señoras, -les dije-. Y para no demostrar mis dudas decidí preguntar sin asomo de indecisión por Rosita.

-Bien pueda “dotor”, siga que ya se la mando llamar. -me respondió la menos escotada-. Ella salió un momentico a la cafetería pero no se demora. Siga, siga y se sienta. 

Yo feliz de no haber tenido que buscar mucho, seguí y me senté en una silla que estaba vacía.

Inmediatamente comenzó un rumor por toda la sala, que se hizo tan evidente que, hasta los que le estaban rezando a la difunta pararon sus oraciones para mirarme.

En esas se acerca un señor con tufo a licor y me dice:

-Usted si es muy valiente, yo lo admiro. ¿Se va a tomar uno para pasar el susto?

De inmediato me empezó un sudor frio por todo el cuerpo y dije para mí mismo: ¿Por Dios, dónde me metí?

Ya iba a preguntarle algo al señor que me había pasado la botellita plástica de gaseosa llena de aguardiente, cuando dos señores lo pararon y se me sentaron al lado.

-Entonces, ¿Usted vino preguntando por Rosita?

-Si señores, como no, yo vine porque mi socio no está en el país y me pidió el favor de que la visitara y le presentara su pésame por la muerte de la mamá.

-Pero es que a Rosita no se le murió nadie. -dijo uno de los señores.

El corrientazo que me recorrió el cuerpo hizo que yo apretara tanto la botellita que sé le salió la tapa. Ante esa circunstancia, y en búsqueda de alguna idea que me sacara de ese embrollo, les ofrecí la botellita y me agaché a recoger la tapa. Ninguno me aceptó la invitación. Yo ante la incomodidad que iba sintiendo decidí tomarme un trago. ¡Qué cosa tan fuerte la que había en esa botella!

-Oiga ¿señor?

-Gustavo, Gustavo Londoño. -Le respondí al que me preguntó.

-Oiga señor Londoño, yo soy el marido de Rosita, ¿cómo le parece? Y desde que la saqué a vivir conmigo le prohibí el contacto con los que eran sus clientes.

Vea hombre, en ese momento se me enfrió todo. De inmediato me compuse en la silla. Mientras tanto la gente se iba saliendo calladita del velorio, y uno que otro me miraba compasivo.

-Un momento señores, -dije-. Aquí hay un error. Si la muerta no es la mamá de Rosita, entonces ¿quién es la difunta? Porque yo vine a presentarle las condolencias a una señora llamada Rosita a la que se le murió la mamá, y me dijeron que aquí la están velando.

Me mira el señor que estaba más serio y me dice:

-¿Usted me cree a mi pendejo o qué?

-¿Cómo así señor? -le respondí, y añadí-. No, lo que yo le pregunté es en serio.

-Vea hombre Londoño, aquí no hay ningún muerto.

Ahí si se me vino todo el mundo encima.

-¿Cómo así que aquí no hay ningún muerto?, y ese cajón entonces ¿qué tiene?

-Todavía está vació hombre Londoño, -me dijo el señor-. Pero parece que es por poquito tiempo. –Agregó sonriéndome.

Yo no aguanté más, sin pedirle permiso a nadie me bebí lo que quedaba de la botellita.

De pronto alguien se le arrimó al señor y le dijo:

-llegó Rosita.

Yo pensé: gracias a Dios llegó esa señora, así ella va a poder explicar todo y yo me voy a poder ir.        

En esas entra una señora despampanante. Se para el señor que me estaba interrogando, la increpa y le dice:

-Rosa, ¿usted conoce a este hombre?

Y ella le responde:

-No tengo la menor idea de quién es, y apúrese que ya vamos a llevar a incinerar a la difunta, para poder enviar las cenizas para España.

-¿Y entonces?, ¿qué hacemos con éste? –Alcance a oír yo que preguntó alguien.

-Hay que meterle peso al cajón, -dijo el esposo de Rosita.

No hubo tiempo de nada, terminada la frase sentí un golpe en la cabeza y no supe de mí.

Un ataúd no es tan cómodo como lo hacen ver. Cuando abrí los ojos, estando dentro de uno de ellos no veía nada, todo estaba oscuro, muy oscuro. Sólo oía la voz de alguien que respondía unas preguntas que, me imagino, le hacían a través de un celular. Por el movimiento ondulado que realizó el carro, creo que pasé por una serie de resaltos, en cada uno de ellos me dolió más la cabeza.

No sé porque se detuvo el coche mortuorio. De pronto sentí que jalaban el féretro, un minuto después del conductor le dijo a alguien al final del celular:

-Este cliente sigue privado, yo estoy asustado de verlo tan pálido, y de ver la cantidad de sangre que ha perdido. Este hombre parece muerto. ¿Qué hago? A bueno, pero el hombre va mal.             

Según mis cálculos no habíamos recorrido nuevamente ni un kilómetro cuando el vehículo se volvió a detener. Yo logré oír algo antes de desmayarme:

-Buenas noches señor, somos soldados del Ejército Nacional.

-Buenas noches oficial.

-¿Está trabajando señor?

-Si oficial, de trabajo.

No logré oír nada más. De pronto me despertó un alarido. Después vinieron muchos más gritos. Entre varios soldados me sacaron del cajón. Uno de ellos me decía:

-Tranquilo señor, no se me vaya a ir, no se me vaya a ir. Y me chuzó en la parte anterior de los antebrazos y de las manos. Me inyectó algo en el tórax que me dio calor. También me masajeaba en el pecho, en el lado del corazón.

Vi muchas luces, oí muchos gritos. Después llegó una ambulancia. Me montaron en ella, todo el mundo corría. Inesperadamente todo volvió a estar oscuro y no recuerdo más.

Según me contaron llegué en muy malas condiciones al hospital. Me tuvieron que drenar dos hematomas del cráneo. Pasé cuatro días con un tubo entre mi boca, pegado a un ventilador que respiraba por mí. Luego estuve en una sala que llaman UCE.

Da la UCE pasé a una habitación donde por fin el médico autorizó que me prendieran el televisor. Le pedí a la enfermera que me pusiera las noticias.

-¡Por Dios, es Eduardo! -empecé a gritar-, es Eduardo. ¿Qué le pasó?

La enfermera que me estaba aplicando un medicamento me mira y me dice:

-Tranquilícese don Gustavo, a ese hombre lo encontraron ayer en un apartamento en España. Parece que su muerte se debió a un ajuste de cuentas por un cargamento que nunca llegó a ese país.

Gadljú Belrod.

01/06/09