miércoles, 6 de febrero de 2013


     EL DIFUNTO
 

Uno siendo niño tiene experiencias que le parecen muy incomodas, y en mi caso una de ellas tenía que ver con los difuntos. Ellos me generaban un temor y unas sensaciones mentales y corporales indeseables y duraderas.

Ahora me resulta hasta cómico recordar lo perturbado que me ponía, y la debilidad en las piernas que me generaba ver a mis tías y a mi mamá vestidas de negro riguroso, hablando en voz baja, alistando las camándulas y las mantillas para salir desde la casa de mis abuelitos –ya fallecidos- hacia el cementerio.

No había forma de escapar a ese tormento. No sé si alguien más en la familia lo sentía, porque nunca fui capaz de compartir con nadie esas emociones. Simplemente me quedaba callado, me acercaba lo más que podía a mi mamá y hacía acopió de todo mi valor para empezar esa procesión silenciosa que nos llevaba hasta el camposanto.

A veces tenía la desagradable misión de ser uno de los que cargaba las flores para “arreglar las lapidas”. El olor que ellas producían se adhería a mi ropa y no me desamparaba por el resto del día, haciéndome recordar hasta por la noche dónde había estado.    

Pero lo peor empezaba cuando al voltear en una esquina, al final del pueblo, se veía a pocos metros la puerta de la necrópolis. En ese momento el temor se me incrementaba, mis manos empezaban a sudar y mis piernas se hacían débiles.

 Cuando ya llegábamos, al cruzar la puerta, las mujeres comenzaban unos sollozos leves que me entristecían y terminaban haciéndome llorar.

Luego venían los rezos, el cambio de flores y lo más aterrador: el recorrido por los otros pabellones visitando algunos parientes, que yo pensaba que podían salirse de las tumbas, como los de las películas, y hacernos daño.

Después de una peregrinación estremecedora –por lo menos para mí-, por fin decidían abandonar el recinto, ya fuera por la fatiga en las piernas o porque los hombres comenzaban a disiparse, y a hablar de temas “mundanos”, aunque yo sólo vine a comprender la extensión del término muchos años después.

Por eso aquel día no pude dejar de sonreír al ingresar a un cementerio sin miedo, y recordar lo que me sucedía antes.

Tuve que cumplir con ese requerimiento social porque había fallecido la mamá de la secretaria de mi socio. Me sentí obligado a ir, porque Eduardo me llamó desde España y me dijo que ni él ni su esposa podrían –por circunstancias obvias- asistir. Que me agradecerían infinitamente sí yo, en representación de la empresa iba, y presentaba las condolencias en nombre de ellos y de nuestra corporación.

Tuve que ir a las ocho de la noche porque la agenda laboral me impidió hacer presencia en otra hora del día.

Cuando ingresé al cementerio el vigilante me preguntó:

-Buenas noches señor. ¿Usted va para el velorio de quién?

 Ahí, en ese momento empezaron mis problemas. Yo no sabía cómo se llamaba la señora, por eso le respondí que yo iba para el velorio de una anciana. El vigilante me dijo que ese día había dos difuntas que eran ancianas.  

Ante esa perspectiva, el señor me dijo:

-Va tener que ir a las dos salas a ver cuál es la difunta que usted viene a acompañar.

No tuve más remedio, me tocó ir a ver en cuál de las salas estaba la difunta que yo debía visitar.

Al parquear el vehículo miré lo que me esperaba al frente. Lleno del valor que da la resignación me dirigí a saludar a Rosita. ¿Rosita qué?

Hombre, uno si es muy descuidado, ¿cómo es que yo no me sabía el apellido de Rosita? Pues claro, como uno pasa por el frente de su escritorio todos los días y le dice: buenos días Rosita, y sigue para la oficina y, ni siquiera oye si ella responde o no.

Total ahí estaba listo para entrar a una sala de velación, a preguntar por Rosita, la que trabaja en una distribuidora de productos importados.

En la puerta había un grupo de damas ataviadas con prendas que denotaban su poco uso, por su buen estado y lo estrechos que les quedaban.

-Buenas noches señoras, -les dije-. Y para no demostrar mis dudas decidí preguntar sin asomo de indecisión por Rosita.

-Bien pueda “dotor”, siga que ya se la mando llamar. -me respondió la menos escotada-. Ella salió un momentico a la cafetería pero no se demora. Siga, siga y se sienta. 

Yo feliz de no haber tenido que buscar mucho, seguí y me senté en una silla que estaba vacía.

Inmediatamente comenzó un rumor por toda la sala, que se hizo tan evidente que, hasta los que le estaban rezando a la difunta pararon sus oraciones para mirarme.

En esas se acerca un señor con tufo a licor y me dice:

-Usted si es muy valiente, yo lo admiro. ¿Se va a tomar uno para pasar el susto?

De inmediato me empezó un sudor frio por todo el cuerpo y dije para mí mismo: ¿Por Dios, dónde me metí?

Ya iba a preguntarle algo al señor que me había pasado la botellita plástica de gaseosa llena de aguardiente, cuando dos señores lo pararon y se me sentaron al lado.

-Entonces, ¿Usted vino preguntando por Rosita?

-Si señores, como no, yo vine porque mi socio no está en el país y me pidió el favor de que la visitara y le presentara su pésame por la muerte de la mamá.

-Pero es que a Rosita no se le murió nadie. -dijo uno de los señores.

El corrientazo que me recorrió el cuerpo hizo que yo apretara tanto la botellita que sé le salió la tapa. Ante esa circunstancia, y en búsqueda de alguna idea que me sacara de ese embrollo, les ofrecí la botellita y me agaché a recoger la tapa. Ninguno me aceptó la invitación. Yo ante la incomodidad que iba sintiendo decidí tomarme un trago. ¡Qué cosa tan fuerte la que había en esa botella!

-Oiga ¿señor?

-Gustavo, Gustavo Londoño. -Le respondí al que me preguntó.

-Oiga señor Londoño, yo soy el marido de Rosita, ¿cómo le parece? Y desde que la saqué a vivir conmigo le prohibí el contacto con los que eran sus clientes.

Vea hombre, en ese momento se me enfrió todo. De inmediato me compuse en la silla. Mientras tanto la gente se iba saliendo calladita del velorio, y uno que otro me miraba compasivo.

-Un momento señores, -dije-. Aquí hay un error. Si la muerta no es la mamá de Rosita, entonces ¿quién es la difunta? Porque yo vine a presentarle las condolencias a una señora llamada Rosita a la que se le murió la mamá, y me dijeron que aquí la están velando.

Me mira el señor que estaba más serio y me dice:

-¿Usted me cree a mi pendejo o qué?

-¿Cómo así señor? -le respondí, y añadí-. No, lo que yo le pregunté es en serio.

-Vea hombre Londoño, aquí no hay ningún muerto.

Ahí si se me vino todo el mundo encima.

-¿Cómo así que aquí no hay ningún muerto?, y ese cajón entonces ¿qué tiene?

-Todavía está vació hombre Londoño, -me dijo el señor-. Pero parece que es por poquito tiempo. –Agregó sonriéndome.

Yo no aguanté más, sin pedirle permiso a nadie me bebí lo que quedaba de la botellita.

De pronto alguien se le arrimó al señor y le dijo:

-llegó Rosita.

Yo pensé: gracias a Dios llegó esa señora, así ella va a poder explicar todo y yo me voy a poder ir.        

En esas entra una señora despampanante. Se para el señor que me estaba interrogando, la increpa y le dice:

-Rosa, ¿usted conoce a este hombre?

Y ella le responde:

-No tengo la menor idea de quién es, y apúrese que ya vamos a llevar a incinerar a la difunta, para poder enviar las cenizas para España.

-¿Y entonces?, ¿qué hacemos con éste? –Alcance a oír yo que preguntó alguien.

-Hay que meterle peso al cajón, -dijo el esposo de Rosita.

No hubo tiempo de nada, terminada la frase sentí un golpe en la cabeza y no supe de mí.

Un ataúd no es tan cómodo como lo hacen ver. Cuando abrí los ojos, estando dentro de uno de ellos no veía nada, todo estaba oscuro, muy oscuro. Sólo oía la voz de alguien que respondía unas preguntas que, me imagino, le hacían a través de un celular. Por el movimiento ondulado que realizó el carro, creo que pasé por una serie de resaltos, en cada uno de ellos me dolió más la cabeza.

No sé porque se detuvo el coche mortuorio. De pronto sentí que jalaban el féretro, un minuto después del conductor le dijo a alguien al final del celular:

-Este cliente sigue privado, yo estoy asustado de verlo tan pálido, y de ver la cantidad de sangre que ha perdido. Este hombre parece muerto. ¿Qué hago? A bueno, pero el hombre va mal.             

Según mis cálculos no habíamos recorrido nuevamente ni un kilómetro cuando el vehículo se volvió a detener. Yo logré oír algo antes de desmayarme:

-Buenas noches señor, somos soldados del Ejército Nacional.

-Buenas noches oficial.

-¿Está trabajando señor?

-Si oficial, de trabajo.

No logré oír nada más. De pronto me despertó un alarido. Después vinieron muchos más gritos. Entre varios soldados me sacaron del cajón. Uno de ellos me decía:

-Tranquilo señor, no se me vaya a ir, no se me vaya a ir. Y me chuzó en la parte anterior de los antebrazos y de las manos. Me inyectó algo en el tórax que me dio calor. También me masajeaba en el pecho, en el lado del corazón.

Vi muchas luces, oí muchos gritos. Después llegó una ambulancia. Me montaron en ella, todo el mundo corría. Inesperadamente todo volvió a estar oscuro y no recuerdo más.

Según me contaron llegué en muy malas condiciones al hospital. Me tuvieron que drenar dos hematomas del cráneo. Pasé cuatro días con un tubo entre mi boca, pegado a un ventilador que respiraba por mí. Luego estuve en una sala que llaman UCE.

Da la UCE pasé a una habitación donde por fin el médico autorizó que me prendieran el televisor. Le pedí a la enfermera que me pusiera las noticias.

-¡Por Dios, es Eduardo! -empecé a gritar-, es Eduardo. ¿Qué le pasó?

La enfermera que me estaba aplicando un medicamento me mira y me dice:

-Tranquilícese don Gustavo, a ese hombre lo encontraron ayer en un apartamento en España. Parece que su muerte se debió a un ajuste de cuentas por un cargamento que nunca llegó a ese país.

Gadljú Belrod.

01/06/09