jueves, 5 de julio de 2012


NINO





 En ese instante su corazón dejó de latir en forma pausada y comenzó de improviso a palpitar como si mil caballos arremetieran en estampida, era una sensación que pocas veces había experimentado. De repente su pecho se hizo demasiado pequeño para soportar los impulsos emitidos por un órgano que en él, era ajeno a estás emociones.



Ante el anuncio, la multitud notó su presencia y miles de ojos escrutadores situaron como único objetivo su ser. En un asomo de timidez quiso correr pero sus piernas no respondieron; sólo se paró y se quedó quieto mirando los ojos de esos, tal vez miles de seres venidos de quién sabe dónde, que lo miraban como miran los gatos en la oscuridad; no los escudriñaba, no veía a ninguno en particular. Estaba en una situación que su mente, sólo ante el reto propuesto, recordó haber vivido; pero el tiempo de esa vivencia hacía tanto que había pasado que, de no ser por la mezcla explosiva generada por la taquicardia, la palidez, la falta de saliva y la sudoración incontrolable en las palmas, su memoria no hubiera recordado lo sucedido en una ocasión similar.



Ya era un recuerdo la adolescencia, en la cual esa pobreza no tan sentida de la niñez, se había hecho exageradamente manifiesta. Ser pobre entre personas acaudaladas ya no era pobreza, era miseria, pensaba y así se sentía. Hasta el día que ese don, oculto a los ojos de quienes acompañaban su rutina diaria, tuvo la oportunidad de demostrar que no todo en Nino era feo, sucio o viejo.                         



Nadie en ese entonces podía imaginar que su disciplina de los años infantiles, acompañada de una destreza brindada sólo a las almas buenas, podría un día cambiar las muchas incomodidades causadas por la ignorancia de un sacristán, quien ajeno a las traducciones latinas, escribió en la partida de bautismo el nombre pronunciado por el reverendo en latín y no el dicho por el padrino en castellano; el niño que debía llamarse Julio Alejandro, sumó con el Alejandrinus, un complejo más al hecho de ser flaco, narigón, pequeño y ahora sentidamente pobre, pobrísimo entre unos que eran ricos.



Alguna vez en la vida supo Nino que su padre hubo de acudir en un mismo día al funeral de una hija en la mañana y al bautizo de un hijo en la tarde. Su madre, quien acababa de perder a Marta por la disentería que por épocas, inmisericordemente arremetía matando los niños, le confesó que sintió más intenso el dolor y fue más el llanto por la noticia del nombre de su hijo, que por la tristeza de perder una hija.



Y así como se pierde de la memoria lo que antes era un recuerdo, así en ese hogar Alejandrino desapareció para siempre; nunca más en su casa o sus alrededores Nino volvería a oír su nombre de pila, hasta el día en que además de padecer la vergüenza de escucharlo, sufrió porque le recordaron que, amén de escuálido, narizón y liliputiense, era paupérrimo, características que sumadas le hicieron sentir un ser espantoso.



Nino llegó al mundo de los lujos y las comodidades como llegan las fortunas a algunas manos: “por un golpe de suerte”. Con un ajuar confeccionado con los vestidos heredados del hermano mayor, arribó a una ciudad que apenas conocía de nombre. Su llegada no estuvo acompañada de fanfarrias, se sujetó al reconocimiento tácito, no sentido, de un favor solicitado.   



En su nuevo mundo, la vida de Nino transcurría en medio de la monotonía, hasta el día en el que al dejar de patear el viento escuchó unos sonidos familiares, tan conocidos que en su mente no recreó un recinto como el visto minutos más tarde, sino la pieza del armonio, donde pasó los años de esa infancia ya lejana y tantas veces pedaleó los fuelles, al ritmo requerido por la melodía.       



Mientras caminaba, cada vez más rápidamente, no percibía esa sensación que años más tarde lo volvería a acompañar; sus ojos brillaban, su corazón palpitaba en frecuencias cercanas al delirio y su mente empezó a ordenarle a los dedos de la mano izquierda, la realización de los acordes necesarios para armonizar en re menor la melodía que, en una mano derecha, no tan hábil como la suya, repetían incesantemente el mismo error en la primera corchea del segundo tiempo del vigésimo compás.

La melodía no le era conocida, sólo sabía el tono de esa obra en la que los diecinueve compases iniciales parecían proponer una pieza musical que él, antes de llegar al salón donde la interpretaban, había catalogado como una marcha.           



Sin darse cuenta de lo andado, terminó su camino al frente de una puerta verde de dos alas, la derecha permanecía abierta, la izquierda cerrada. Desde el ala libre se podía ver un salón cuadrado con una ventana que estaba al frente de la entrada, separada de ésta por seis metros de baldosas llenas de arabescos, tan brillantes que reflejaban la luz filtrada por la reja que daba a la calle.



En la pared de la derecha estaba el piano de salón con su espléndida caja acústica en cuyo frente descansaban dos candelabros y en su centro estaba la ventana de vidrio, permitiendo ver los martillos pulsados golpeando cada uno  las cuerdas creadoras de sonidos y debajo de ésta el teclado. Rematando la estructura, a centímetros de rozar el piso, asomaban los pedales de cobre, brillantes en la punta, más el derecho que el izquierdo; su majestuosidad contrastaba con la sobriedad de los otros elementos del salón: una silla casi perdida en la esquina y una lámpara colgada del techo, que ante la luminosidad solar se hacía a esa hora del día innecesaria.

 

Nino dejó entrever su figura escuálida a través del ala abierta y fue sorprendido con un ¿qué hace acá?, preguntado desde adentro por un señor cuyo castellano tenía una pronunciación antes no escuchada por él; además, tenía una ofuscación que se incrementaba con cada una de las equivocaciones de su discípulo.



El muchacho lo miró decidido, como hacía mucho tiempo había deseado estarlo, con unos ojos que para la ocasión habían dejado de estar ocultos entre los parpados y se habían convertido en dos expresivas bolas brillantes, y una voz acompañada de la seguridad sólo sentida por quien tiene ante sí el conocimiento pleno de la respuesta. Valiéndose de todo su coraje respondió: ¡Yo toco piano!



El profesor lo recorrió con la mirada entre incrédulo y molesto, y ante el silencio que invadió el salón, porque el aturdido intérprete inmediatamente dejó de tocar, se oyeron en un minuto dos frases con acento francés:



 - joven, retírese del piano y deje sentar a este joven.



-Joven, toque.-indicándole a Nino el sitio donde éste estaba.



Nino se aproximó al piano como llevado de la mano por un ángel. Se sentó con una propiedad ajena a la timidez de los días previos y ante la duda que se le presentó, sobre que interpretar, comenzó de una vez la obra que tenía en frente, ejecutó la marcha que veían sus ojos.



Sus dedos hábilmente digitaban cada una de las notas escritas en los pentagramas. Sin darse cuenta pasó por el vigésimo compás pulsando el fa natural que el intérprete anterior no había podido encontrar en sus múltiples intentos por tocar Amanecer, la marcha que luego de tres minutos Nino, como si hubiera estado tocándola desde su infancia, había finalizado.                       



Antes de que se acabara de escuchar la marcha, empezaron a vivirse en el salón emociones diferentes.



El profesor de piano, en éxtasis, ajeno totalmente al malestar que cinco minutos antes sentía, aplaudía y brincaba diciendo en su peculiar forma de pronunciar el español:



-Bravo, ¡bravísimo!, ¡qué maravilla!, usted joven no toca piano.  ¡Usted es un artista!



El joven estudiante de piano, estático, con la mirada del que acaba de ver un milagro, la boca abierta y la incredulidad de lo vivido, le preguntaba a Nino:



-¿Usted cuánto hace que está estudiando esa partitura? 



Y Nino, quien se sentía feliz, como cuando su mamá iba al cuarto del armonio, lo escuchaba, lo aplaudía, y le decía: -Nino, tu serás un artista famoso; -miraba al ayo y con la cabeza afirmaba lo que el francés decía.



Segundos más tarde, atendiendo al requerimiento del estudiante le respondió:

-yo no conocía esta pieza musical, es la primera vez que la veo y la interpreto.



Respuesta a la que el escolar no le brindaba credibilidad alguna, menos aún, después de hacer remembranzas sobre la semana que había pasado intentando acoplar con las dos manos lo que con manos separadas le había parecido muy difícil de interpretar.



El maestro volvió a hablar y dijo: -usted, joven, -señalando al educando-, retírese tranquilo, no tiene que seguir estudiando esta obra.



-Usted joven artista, -dirigiéndose a Nino-, permítame conocer su repertorio; por favor continúe tocando el piano.



Nino, esta vez preguntó: -¿qué toco?



El docente respondió: -lo que guste.



Nino interpretó a los clásicos. Mientras tocaba el piano recordó las palabras de su padre y primer maestro: -interprete siempre fielmente la partitura. –Y así lo hizo-, recibiendo más elogios del entusiasmado europeo.



Una hora después, del energúmeno que alguna vez estuvo al borde del colapso no quedaba ni el recuerdo, el profesor de piano sentía completamente solucionados los inconvenientes que horas antes le eran infranqueables. Estaba convencido de que en la reunión anual de los Caballeros del Santo Sepulcro no sólo lo iban a ratificar como corista y maestro de ceremonias para la siguiente Semana Santa y demás solemnidades sacras del año litúrgico, sino que también le iban a elogiar sus dotes docentes al presentar a Nino como su pupilo.



-Joven, ya puede dejar de tocar, -le dijo el profesor, y acto seguido le preguntó- ¿cuál es su nombre?



 -Alejandrino, señor, pero todos me dicen Nino. -Respondió el intérprete.



-Nino, -replicó el francés-. Oh la, la, un nombre sonoro y más fácil de pronunciar para mí. Yo también le llamaré Nino.     



El día que Nino se presentó como solista ante los más connotados miembros de la sociedad fue inolvidable. Vistiendo un traje azul oscuro, nuevo, confeccionado a su medida por el mejor sastre de la ciudad, acompañado de una camisa blanca, que servía de fondo a una corbata de marca y zapatos de moda, negros, relucientes, se presentó ante el público. Su figura gallarda no guardaba ninguna semejanza con ese ser que sólo los recuerdos conservaban.



Se sentó frente al piano de cola y con destreza artística deleitó a los asistentes.

Cuando terminó su actuación, aún sentado frente al instrumento, comenzó a soñar despierto y el salón de actos se convirtió, en el ensueño, en un gran teatro abarrotado de espectadores, donde todos los medios de comunicación estaban expectantes ante el anuncio que en unos segundos el presentador haría del ganador del más importante concurso de compositores e intérpretes de música.



Su fantasía lo tuvo abstraído totalmente de la realidad por unos instantes, a tal punto que cuando regresó a ella, notó sus manos empapadas en sudor, su corazón comenzando a recuperarse de una taquicardia jamás sentida y en su cara una palidez semejante a su camisa.



Traído al salón por los aplausos, se paró del banco del piano, no veía a nadie en particular, sólo miró al frente, dobló la cintura, hizo una venia e incorporándose pronunció la palabra gracias.



Mientras recibía los aplausos sonreía…, recordaba que antes de regresar de su frenético sueño, había escuchado al presentador decir:



“El ganador del concurso de compositores e interpretes de música es…



 ¡NINO!”.



Galdjú Belrod.

Mi primer escrito, tipo cuento . Dedicado a mi papá. 13/07/2008

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