LA
DE LA REVISTA
Medellín a las
5.20 de la mañana, percibida desde sus montañas es fría y oscura. En especial
cuando se está esperando, en medio de una llovizna pertinaz, un bus que pasa en
forma irregular cada 30 minutos y que, si uno no tiene la fortuna de cogerlo a
tiempo, lo hace llegar tarde a una reunión de trabajo citada a las seis en
punto.
Por eso
pararme a adivinar el sonido de los motores, intentando saber sí el qué se
aproximaba desde la oscuridad era un vehículo liviano o pesado, me absorbió
toda la capacidad de pensamiento y me impidió concentrarme en algo diferente al
cumplimiento de mi objetivo: estar en el tiempo y lugar precisos, para poder tomar
el bus y llegar al trabajo puntualmente.
Ese día cumplí
mi cometido. Me monté al bus en el momento indicado. Cuando ingrese a éste, llegaron
a mis oídos sonidos de un barullo que mezclaba el ritmo del motor diesel con la
canción de una emisora mal sintonizada.
En medio del
caos auditivo, me ubiqué en la penúltima banca del lado derecho y, como siempre,
me senté en el puesto que daba al interior del bus. Tanto lo del lado escogido,
como lo del asiento fueron actos repetitivos, pero no lo hice por agüero, sino
por comodidad: así podía estirar mejor las piernas.
Una vez
acomodado, cerré los ojos y me dediqué a dormitar, como para compensar el madrugón.
El bus ya
llevaba unos kilómetros recorridos cuando ella se subió. Por instinto abrí los
ojos, como lo había hecho en cada una de las paradas. Vi que quedaban pocos
puestos vacíos. Alcé mi morral del puesto de la ventanilla, me acomodé, y
esperé su decisión.
Ella me pidió
permiso para sentarse en el puesto vacío. Segundos después estábamos
reacomodados, y yo había vuelto a cerrar los ojos, dispuesto a continuar dormitando,
cuando percibí un olor tenue, fino. Inspirador.
Disfruté del
aroma, hasta el momento en el que sentí aposentarse sutilmente sobre mi muslo
su rodilla. Sin abrir los ojos disfrute ese contacto y comencé a recordar a la
chica del cabello ensortijado que conocí en el rural.
En ese tiempo
los viajes desde Medellín hasta San Roque duraban, con buena fortuna cuatro
horas y sin suerte muchas más. En ellos empezamos a encontrarnos.
-Hola.
-Hola
Era todo lo
que nos decíamos cuando nos saludábamos dentro del bus, hasta el día en que
sentado en el puesto de siempre coincidimos. Ella decidió sentarse en el puesto
de la ventanilla.
Nos fuimos
conversando de temas que para ella eran emocionantes, y a mí me hacían sentir
importante. Al fin y al cabo los signos y síntomas de las enfermedades, así
como los diagnósticos referidos a través de relatos, tienen para quienes nos escuchan
ocasionalmente un embrujo que los hace atrayentes.
Con cada viaje
fuimos haciéndonos más amigos. Amistad que por casualidad se topó en una
esquina de ese pueblo, al final de una tarde, con un aguacero que empezaba a
amainar, y con nuestros besos y nuestros abrazos.
Cuando abrí los
ojos, ya clareaba; ella continuaba con su rodilla contra mi muslo. Mi destino
se encontraba cerca, y había escampado.
Al descender
del bus me quedé mirando las ventanillas de ese lado y la vi. Era parecida a la
imagen de la chica del magazín que me tuvo platónicamente enamorado durante la
adolescencia. Pensé que ese era otro recuerdo y nada más.
Sin prestarle mayor
atención al recuerdo, empecé a caminar hasta la panadería de la esquina donde
iba a desayunar.
Justo al
ingresar vi al panadero dejar sobre el mostrador una bandeja de panes
deliciosos, yo iba a coger uno cuando una voz femenina dijo:
-señor, me regala una servilleta por favor.
Como un autómata
suspendí los movimientos de la mano y dirigí la mirada hacía la dueña de esa
voz. Literalmente, ¡me paralicé! La impresión fue grande. Ante mí estaba ella: ¡la
de la revista! Con más años, pero con sus facciones intactas.
Me sentí
aturdido, debí parecer un estúpido. Ni agarraba el pan ni retiraba los ojos de esa
extraña que me miraba como preguntándome -tal vez por mi cara de sorpresa-: -¿Nos
conocemos?
Quise contarle
sobre mis sentimientos de adolescente, de los momentos que vivimos su foto y yo.
De la chica del bus pero…, me contuve. De todas maneras, “lo nuestro” era parte
del pasado. Yo para ella era un extraño, y el tiempo, implacable, reclamaba mi
presencia en otro lugar.
Galdjú
Belrod
16/10/08
No hay comentarios:
Publicar un comentario