jueves, 4 de abril de 2013


LA DE LA REVISTA

 

 

 

Medellín a las 5.20 de la mañana, percibida desde sus montañas es fría y oscura. En especial cuando se está esperando, en medio de una llovizna pertinaz, un bus que pasa en forma irregular cada 30 minutos y que, si uno no tiene la fortuna de cogerlo a tiempo, lo hace llegar tarde a una reunión de trabajo citada a las seis en punto.

 

Por eso pararme a adivinar el sonido de los motores, intentando saber sí el qué se aproximaba desde la oscuridad era un vehículo liviano o pesado, me absorbió toda la capacidad de pensamiento y me impidió concentrarme en algo diferente al cumplimiento de mi objetivo: estar en el tiempo y lugar precisos, para poder tomar el bus y llegar al trabajo puntualmente.

 

Ese día cumplí mi cometido. Me monté al bus en el momento indicado. Cuando ingrese a éste, llegaron a mis oídos sonidos de un barullo que mezclaba el ritmo del motor diesel con la canción de una emisora mal sintonizada.

 

En medio del caos auditivo, me ubiqué en la penúltima banca del lado derecho y, como siempre, me senté en el puesto que daba al interior del bus. Tanto lo del lado escogido, como lo del asiento fueron actos repetitivos, pero no lo hice por agüero, sino por comodidad: así podía estirar mejor las piernas.

 

Una vez acomodado, cerré los ojos y me dediqué a dormitar, como para compensar el madrugón.

 

El bus ya llevaba unos kilómetros recorridos cuando ella se subió. Por instinto abrí los ojos, como lo había hecho en cada una de las paradas. Vi que quedaban pocos puestos vacíos. Alcé mi morral del puesto de la ventanilla, me acomodé, y esperé su decisión.

 

Ella me pidió permiso para sentarse en el puesto vacío. Segundos después estábamos reacomodados, y yo había vuelto a cerrar los ojos, dispuesto a continuar dormitando, cuando percibí un olor tenue, fino. Inspirador.

 

Disfruté del aroma, hasta el momento en el que sentí aposentarse sutilmente sobre mi muslo su rodilla. Sin abrir los ojos disfrute ese contacto y comencé a recordar a la chica del cabello ensortijado que conocí en el rural.

 

En ese tiempo los viajes desde Medellín hasta San Roque duraban, con buena fortuna cuatro horas y sin suerte muchas más. En ellos empezamos a encontrarnos.

 

-Hola.

 

-Hola

 

Era todo lo que nos decíamos cuando nos saludábamos dentro del bus, hasta el día en que sentado en el puesto de siempre coincidimos. Ella decidió sentarse en el puesto de la ventanilla.

 

Nos fuimos conversando de temas que para ella eran emocionantes, y a mí me hacían sentir importante. Al fin y al cabo los signos y síntomas de las enfermedades, así como los diagnósticos referidos a través de relatos, tienen para quienes nos escuchan ocasionalmente un embrujo que los hace atrayentes.

 

Con cada viaje fuimos haciéndonos más amigos. Amistad que por casualidad se topó en una esquina de ese pueblo, al final de una tarde, con un aguacero que empezaba a amainar, y con nuestros besos y nuestros abrazos.

 

Cuando abrí los ojos, ya clareaba; ella continuaba con su rodilla contra mi muslo. Mi destino se encontraba cerca, y había escampado.

 

Al descender del bus me quedé mirando las ventanillas de ese lado y la vi. Era parecida a la imagen de la chica del magazín que me tuvo platónicamente enamorado durante la adolescencia. Pensé que ese era otro recuerdo y nada más.

 

Sin prestarle mayor atención al recuerdo, empecé a caminar hasta la panadería de la esquina donde iba a desayunar.

 

Justo al ingresar vi al panadero dejar sobre el mostrador una bandeja de panes deliciosos, yo iba a coger uno cuando una voz femenina dijo:

 

 -señor, me regala una servilleta por favor.

 

Como un autómata suspendí los movimientos de la mano y dirigí la mirada hacía la dueña de esa voz. Literalmente, ¡me paralicé! La impresión fue grande. Ante mí estaba ella: ¡la de la revista! Con más años, pero con sus facciones intactas.

 

Me sentí aturdido, debí parecer un estúpido. Ni agarraba el pan ni retiraba los ojos de esa extraña que me miraba como preguntándome -tal vez por mi cara de sorpresa-: -¿Nos conocemos?

 

Quise contarle sobre mis sentimientos de adolescente, de los momentos que vivimos su foto y yo. De la chica del bus pero…, me contuve. De todas maneras, “lo nuestro” era parte del pasado. Yo para ella era un extraño, y el tiempo, implacable, reclamaba mi presencia en otro lugar.

 

 

 

Galdjú Belrod
16/10/08

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