viernes, 4 de mayo de 2012


CUATRO ESQUINAS







-¿Usted me pregunta por esta cicatriz?



Ésta me la causó una astilla de madera. Claro que algunos, incluida mi mamá, dicen que fue una bala perdida pero, la verdad es que esa bala que partió el pedazo de madera de la ventana no andaba perdida: tenía dirección, motivación y propósito.



Yo tenía 18 años cuando sucedió ese incidente. Imagínese que esa noche llegué de sorpresa como a las 21 horas, a la casita en la que vivíamos arriba en La Loma. Mi teniente me había dado licencia por haberle hecho un favor personal con una amiguita. ¡Usted me entiende! ¿Si o qué? 



Sabiendo como estaban las cosas por allá arriba, fui y me cambié. Llegué de civil al barrio. Inmediatamente me bajé del bus, empecé a caminar a la lata, procurando no encontrarme con los de la “Cooperativa”.



De una me entré a la casita que era de dos piezas, y me senté en el quicio de la cocina a conversar con los abuelitos y a comer. Mis papitos comieron, se despidieron y se fueron a acostar. Como a las 23 nos acostamos mi mamá, mi hermana y yo.



Eran como las dos de la mañana cuando oímos el ruido de unas llantas de carros rastrilladas contra la carretera, y la voz de muchos hombres que se bajaban de los vehículos.



Me desperté y empecé a mirar por un agujero de la ventana. Vi como le tumbaban la reja a la carnicería de Don Rogelio, y se metían a desocuparla, tirando la carne a la calle.



En medio de la algarabía salió uno de los encapuchados blandiendo una hachuela y  otros dos sacaron un mesón de madera.  



En la agitación de todos ellos, uno se subió al volco de una camioneta y jaló un bulto que cayó quejándose; con un cuchillo le cortó los nudos a los lazos que lo cerraban. Los costales fueron cayendo y un cuerpo quedó tirado en la calle mirando lo que sucedía.



-¡Tráiganlo!  -gritó uno-. En menos de un minuto el hombre que estaba entre los costales fue acostado encima de la mesa, intentó hacer repulsa pero, de varios cachazos en la cabeza lo calmaron.



Ese mismo que había gritado empezó a propinarle puntapiés a los que agredieron al acostado y a decirles en forma grosera: -¡Si mataron a esa gonorrea, se van ustedes con él!



-¿Ustedes es qué son brutos?, ¿O qué? Este mal nacido no se puede morir sin decirnos los nombres de los demás facinerosos.



Uno de ellos entró a la carrera a la carnicería, y en uno de los baldes donde metían las vísceras sacó agua y se la echó en la cabeza al acostado. Éste se movió y el gritón dijo: -¡se salvaron!, ¡perros!



Un instante después sentaron al hombre y le mostraron la carnicería, los destrozos, y la hachuela.



Mientras tanto yo miraba por el huequito que había entre la pared y el marco de la ventana. Mi mamá me jalaba de la camiseta y de la pantaloneta. Yo le hacía repulsa con la mano, y no dejaba de ver lo que sucedía.



Fue entonces cuando empezaron a decirle al que estaba en la mesa: -cantá y te matamos de una.  ¡Sin sufrimiento!



El hombre les dijo llorando que no tenía nada que contar y antes de que terminara de hablarles, el de la hachuela le cortó un pie.



Ya para ese momento los perros del barrio habían llegado y cada uno se estaba llevando un pedazo de carne. Incluso se formó una pelea entre dos por una pata de cerdo y el gritón ofuscado dijo: -¡callen esos perros!



Inmediatamente un encapuchado sacó un revolver y le disparó a cada perro dos veces. Con los aullidos por el dolor del primer balazo, y el silencio del tiro de gracia, los demás perros como que comprendieron que podían llevarse la carne, pero sin pelear por ella.



Así fue como cada perro que iba llegando olfateaba los difuntos, los miraba, miraba los pedazos de carne, cogía lo suyo y calladito se iba a comer a otra parte.



El herido empezó a gritar y en el acto, uno de los encapuchados le metió entre la boca uno de los trapos con los que limpiaban el mostrador. Después el que comandaba el escuadrón se le arrimó al acostado y le dijo algo al oído, mostrándole la pistola. Un minuto más tarde otro de los encapuchados copiaba en una libreta.



Cuando el retenido terminó de hablar, el de los gritos se le acercó y le dijo:



-Yo soy un hombre de palabra. – y de un balazo le destrozó la cabeza.



Ya se estaban empezando a montar todos a las camionetas, cuando un encapuchado llegó a donde estaba el gritón y le dijo unas palabras. Éste alzó la mano, la giró en redondo, y desde los volcos empezaron todos a dispararle a las ventanas de las casas de las cuatro esquinas.



Yo me salvé porque la bala desastilló la ventana, y fue una de las astillas la que me rayó la frente, aquí sobre la ceja.



Sabiendo yo lo que le iba a pasar a los que hubieran resultado heridos por esas balas, de inmediato me cubrí la cabeza con un trapo, me vestí y apenas sentí que se había calmado la situación, salí montaña abajo.



A las cuatro de la mañana me presenté en el cuartel. Como no me creyeron la historia, me  mandaron al dispensario. Allá me suturaron, y apenas terminaron, me enviaron para el calabozo.



Siendo casi las 20 llegó mí teniente y me sacó. Camino al alojamiento me dijo:

 -oiga Román, por allá arriba, por donde vive usted, hoy a las 19, unos encapuchados remataron unos heridos de fusil. Según parece el único herido que se salvó, ¡y va a poder contar el cuento va ser usted!



Vaya y se cambia de uniforme, come y se alista que los de la fiscalía lo están esperando para que salga con ellos a ver algo que le van a mostrar. 





Galdjú Belrod.

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