EL
TRAVESTI KARATEKA
-Jorge, quédate
callado. Acépteme el consejo. No sigas diciendo necedades para que no te pase
lo que me pasó a mí. Oí te cuento.
Eran las seis
de la mañana. Estaba completamente desnudo frente al espejo del baño de nuestra
habitación, con espuma de afeitar en mi cara, cuando me dice mi esposa desde el
vestier:
-Mi amor, ya hice el negocio. No falta sino
que tú vayas a la notaría a firmar, y todo queda listo. La señora que nos
compró la casa es queridísima. Es ya mayor pero, está lo más de bien, que la
vieras, no aparenta la edad. ¡Y tiene un novio!
En ésas, llegó
a mi mente el recuerdo perturbador de la vez que me llevé las llaves de la otra
casa, y de lo que me tocó hacer un día estando en la oficina para devolverlas:
salirme de una reunión, sumamente ofuscado, a entregarle ese pesado manojo con
olor a herrumbre, a unas personas que me miraron con cara de: este señor tan
desconsiderado, ¿no?
Por eso decidí
terminarme de afeitar e ir a sacar las
llaves del carro.
Para no salir desnudo
por toda la casa, me puse la bata de baño satinada, de flores, que tenía mi
esposa en el baño y bajé al garaje.
Todo iba a ser
muy sencillo pero, al presionar la alarma del carro para abrirlo y sacar
semejante encarte, el sonido del aparato me indicó que algo estaba mal en un
circuito electrónico del vehículo. Ante ese aviso, intenté prenderlo y no me
prendió hasta la tercera inducción del arranque. Por eso abrí la puerta del
garaje y salí a dar una vuelta en él.
Iba a ser una
vuelta corta pero, cuando intenté girar en la esquina, encontré una señal de
trabajos en la vía que me impedía continuar. Decidí seguir hasta la otra
esquina. Concentrado como iba en los sonidos del motor, sólo volví a
compenetrarme con el entorno cuando sentí un golpe, y un estrujón que me sacó
de la vía. Miré para el lado de donde provino el impacto y vi a un muchacho que
me increpaba malhumorado.
Fue en ese
instante, en el que me di cuenta del estado en que me encontraba: cubierto con
una bata de baño de de mujer, que para acabar de ajustar no me cubría
adecuadamente el cuerpo.
Pensé
rápidamente y decidí aceptar sin reparos los daños del vehículo. El todo era
que yo no me tuviera que bajar del carro, ¡con semejante atuendo!, en plena vía
pública a discutir los asuntos de un choque.
Yo iba a
decirle al joven algo así como: no se preocupe señor…, cuando lo vi bajarse del
automotor enfurecido, armado con una varilla gruesa con la que comenzó a darle
a la capota del mío, mientras me insultaba y me desafiaba.
Hasta ese
momento yo estaba calmado pero, al ver la desfachatez e insolencia de ese
vergajo, me bajé del vehiculo y en dos minutos le aplique 20 años de entrenamiento
en artes marciales. Para resumir le cuento que quedó inmovilizado.
Con el fin de
evitar escándalos, abrí la portezuela de atrás de su automóvil y, cuando lo estaba literalmente embutiendo en él, oí a
una señora gritando algunas frases desde uno de los balcones del edificio de
donde salió ese desgraciado.
Tiré la
portezuela con furia, miré con atención a la señora y escuché que ella decía:
-Me robaron. Me robaron las joyas y los
dólares.
Yo hubiera querido
quedarme para ayudarla pero, recordé al instante la indumentaria que traía
puesta y decidí marcharme. Así lo iba a hacer, cuando vi que de una moto se estaban
apeando unos policiales.
Me miré
primero yo, luego los volteé a ver a ellos, observé al muchacho del mazda. De
pronto percibí la voz de la señora muy cerca de mí. Giré para mirar a la dama, y
la vi abriendo la portezuela que yo había cerrado.
Mientras tanto
uno de los policías me preguntó:
-¿Qué pasó?
- ¿Para dónde va usted con esa pinta?
Intenté
responderle. Estaba hilando las ideas cuando escuché unos gritos:
-¡Desgraciado! Y yo que lo saqué de esa
pocilga, y lo puse a vivir decentemente. Y vea, vea como me paga. Robándome las
joyas y los dólares.
Fue en ese
momento cuando el tono de voz del policía cambió. Y unos segundos después me vi
esposado y montado en una patrulla.
Minutos más
tarde estaba ingresando a la estación de policía. Con cada paso que daba, recibía
un silbido y alguien me gritaba una barbaridad, o me acusaba de ser un degenerado.
Me metieron en
un calabozo. Como a la hora de estar encerrado, un policía bachiller me tiró,
desde lejos, como con miedo, una camiseta verde clara que decía “Besame” y una
pantaloneta de tela de jean, con flecos en
los bordes y un corazón rosado en un bolsillo.
Ante la
situación en la que estaba, me las puse. No sé con cuál de las dos pintas quedaba
peor: sí con la bata de baño de mi esposa, o con esa camiseta que me quedaba
corta y estrecha, dejando salir el ombligo y unos kilos de más, y esa
pantaloneta que me hacía ver y sentir abultado.
Como a las
tres horas logré convencer a uno de los policías de que me dejara hacer una
llamada. Hablé con mi esposa, ella me preguntó de todo en un minuto, yo le
terminé la conversación bruscamente, y le dije que estaba en la estación de
policía.
En medio de
sus gritos le pedí que se calmara, que viniera por mí, y que por nada del mundo
se fuera a venir sin traerme ropa.
Ya eran las
once de la mañana cuando escuché la voz de mi señora preguntado por mí.
Desde alguna
parte de las oficinas oí que alguno de los policías, al escuchar mi nombre, respondió:
-Es el travesti karateka. Esta en el calabozo
del fondo.
En medio de la
rabia y la vergüenza que estaba sintiendo, comencé un trabajo mental para calmarme,
y todo porque sabía que en unos minutos me podría cambiar y volvería a ser una
persona del común.
Pasó el tiempo
y yo seguía solo en el calabozo. Como a la hora de haber llegado a la estación,
entró mi esposa a donde yo estaba. Me miró, y soltó la carcajada. Se recostó contra
el muro, se dejó resbalar y se sentó a reírse, ¿Cuál reírse? ¡A burlarse de mi
pinta! De pronto, no sé en qué momento, sacó su celular y me tomó una foto.
Ahí sí, ya no
aguanté más y la regañé, le pedí en forma enfática que me entregara la ropa que
me había traído. Ella se paró, se compuso, se limpió las lágrimas de risa que tenía,
y me entregó el paquete.
Durante unos
segundos hubo silencio en el calabozo. Yo aproveché para preguntarle por qué se
había demorado tanto para entrar y ella me respondió:
-Estaba hablando con Teresita, la señora que
nos compró la casa. Imagínate que el novio le robó las joyas pero, tú tan lindo,
lo atrapaste. Ya ella le explicó eso a la policía. No hay cargos en tú contra. Te
vistes y nos podemos ir. Yo ya acordé con ella, y vamos a salir de acá para la
notaría. Tan de buenas nosotros. ¿No cierto?
Todo este
incidente habría pasado al olvido si yo no hubiera criticado en forma
imprudente, durante una fiesta, un atuendo que había usado mi esposa en algún
momento de su vida.
Ella, con la
dulzura de siempre, pero con una mirada de venganza, me clavó sus ojos, metió
su mano al bolso, y sacó el celular sonriéndome, luego le pasó la foto a los
asistentes diciéndoles:
-¡juzguen ustedes a quién es al que le gusta usar
pintas raras en esta casa!
Galdjú Belrod.
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