viernes, 4 de mayo de 2012


EL TRAVESTI KARATEKA





-Jorge, quédate callado. Acépteme el consejo. No sigas diciendo necedades para que no te pase lo que me pasó a mí. Oí te cuento.



Eran las seis de la mañana. Estaba completamente desnudo frente al espejo del baño de nuestra habitación, con espuma de afeitar en mi cara, cuando me dice mi esposa desde el vestier:



-Mi amor, ya hice el negocio. No falta sino que tú vayas a la notaría a firmar, y todo queda listo. La señora que nos compró la casa es queridísima. Es ya mayor pero, está lo más de bien, que la vieras, no aparenta la edad. ¡Y tiene un novio!



En ésas, llegó a mi mente el recuerdo perturbador de la vez que me llevé las llaves de la otra casa, y de lo que me tocó hacer un día estando en la oficina para devolverlas: salirme de una reunión, sumamente ofuscado, a entregarle ese pesado manojo con olor a herrumbre, a unas personas que me miraron con cara de: este señor tan desconsiderado, ¿no?



Por eso decidí terminarme  de afeitar e ir a sacar las llaves del carro.



Para no salir desnudo por toda la casa, me puse la bata de baño satinada, de flores, que tenía mi esposa en el baño y bajé al garaje.



Todo iba a ser muy sencillo pero, al presionar la alarma del carro para abrirlo y sacar semejante encarte, el sonido del aparato me indicó que algo estaba mal en un circuito electrónico del vehículo. Ante ese aviso, intenté prenderlo y no me prendió hasta la tercera inducción del arranque. Por eso abrí la puerta del garaje y salí a dar una vuelta en él.



Iba a ser una vuelta corta pero, cuando intenté girar en la esquina, encontré una señal de trabajos en la vía que me impedía continuar. Decidí seguir hasta la otra esquina. Concentrado como iba en los sonidos del motor, sólo volví a compenetrarme con el entorno cuando sentí un golpe, y un estrujón que me sacó de la vía. Miré para el lado de donde provino el impacto y vi a un muchacho que me increpaba malhumorado.



Fue en ese instante, en el que me di cuenta del estado en que me encontraba: cubierto con una bata de baño de de mujer, que para acabar de ajustar no me cubría adecuadamente el cuerpo.



Pensé rápidamente y decidí aceptar sin reparos los daños del vehículo. El todo era que yo no me tuviera que bajar del carro, ¡con semejante atuendo!, en plena vía pública a discutir los asuntos de un choque.



Yo iba a decirle al joven algo así como: no se preocupe señor…, cuando lo vi bajarse del automotor enfurecido, armado con una varilla gruesa con la que comenzó a darle a la capota del mío, mientras me insultaba y me desafiaba.



Hasta ese momento yo estaba calmado pero, al ver la desfachatez e insolencia de ese vergajo, me bajé del vehiculo y en dos minutos le aplique 20 años de entrenamiento en artes marciales. Para resumir le cuento que quedó inmovilizado.



Con el fin de evitar escándalos, abrí la portezuela de atrás de su automóvil y, cuando  lo estaba literalmente embutiendo en él, oí a una señora gritando algunas frases desde uno de los balcones del edificio de donde salió ese desgraciado.



Tiré la portezuela con furia, miré con atención a la señora y escuché que ella decía:



-Me robaron. Me robaron las joyas y los dólares.



Yo hubiera querido quedarme para ayudarla pero, recordé al instante la indumentaria que traía puesta y decidí marcharme. Así lo iba a hacer, cuando vi que de una moto se estaban apeando unos policiales.



Me miré primero yo, luego los volteé a ver a ellos, observé al muchacho del mazda. De pronto percibí la voz de la señora muy cerca de mí. Giré para mirar a la dama, y la vi abriendo la portezuela que yo había cerrado.



Mientras tanto uno de los policías me preguntó:



-¿Qué pasó?



- ¿Para dónde va usted con esa pinta?



Intenté responderle. Estaba hilando las ideas cuando escuché unos gritos:



-¡Desgraciado! Y yo que lo saqué de esa pocilga, y lo puse a vivir decentemente. Y vea, vea como me paga. Robándome las joyas y los dólares.



Fue en ese momento cuando el tono de voz del policía cambió. Y unos segundos después me vi esposado y montado en una patrulla.



Minutos más tarde estaba ingresando a la estación de policía. Con cada paso que daba, recibía un silbido y alguien me gritaba una barbaridad, o me acusaba de ser un degenerado.



Me metieron en un calabozo. Como a la hora de estar encerrado, un policía bachiller me tiró, desde lejos, como con miedo, una camiseta verde clara que decía “Besame” y una pantaloneta de tela de jean, con flecos en los bordes y un corazón rosado en un bolsillo.



Ante la situación en la que estaba, me las puse. No sé con cuál de las dos pintas quedaba peor: sí con la bata de baño de mi esposa, o con esa camiseta que me quedaba corta y estrecha, dejando salir el ombligo y unos kilos de más, y esa pantaloneta que me hacía ver y sentir abultado.            



Como a las tres horas logré convencer a uno de los policías de que me dejara hacer una llamada. Hablé con mi esposa, ella me preguntó de todo en un minuto, yo le terminé la conversación bruscamente, y le dije que estaba en la estación de policía.



En medio de sus gritos le pedí que se calmara, que viniera por mí, y que por nada del mundo se fuera a venir sin traerme ropa.



Ya eran las once de la mañana cuando escuché la voz de mi señora preguntado por mí.



Desde alguna parte de las oficinas oí que alguno de los policías, al escuchar mi nombre, respondió:



-Es el travesti karateka. Esta en el calabozo del fondo.



En medio de la rabia y la vergüenza que estaba sintiendo, comencé un trabajo mental para calmarme, y todo porque sabía que en unos minutos me podría cambiar y volvería a ser una persona del común.



Pasó el tiempo y yo seguía solo en el calabozo. Como a la hora de haber llegado a la estación, entró mi esposa a donde yo estaba. Me miró, y soltó la carcajada. Se recostó contra el muro, se dejó resbalar y se sentó a reírse, ¿Cuál reírse? ¡A burlarse de mi pinta! De pronto, no sé en qué momento, sacó su celular y me tomó una foto.



Ahí sí, ya no aguanté más y la regañé, le pedí en forma enfática que me entregara la ropa que me había traído. Ella se paró, se compuso, se limpió las lágrimas de risa que tenía, y me entregó el paquete.



Durante unos segundos hubo silencio en el calabozo. Yo aproveché para preguntarle por qué se había demorado tanto para entrar y ella me respondió:



-Estaba hablando con Teresita, la señora que nos compró la casa. Imagínate que el novio le robó las joyas pero, tú tan lindo, lo atrapaste. Ya ella le explicó eso a la policía. No hay cargos en tú contra. Te vistes y nos podemos ir. Yo ya acordé con ella, y vamos a salir de acá para la notaría. Tan de buenas nosotros. ¿No cierto?



Todo este incidente habría pasado al olvido si yo no hubiera criticado en forma imprudente, durante una fiesta, un atuendo que había usado mi esposa en algún momento de su vida.



Ella, con la dulzura de siempre, pero con una mirada de venganza, me clavó sus ojos, metió su mano al bolso, y sacó el celular sonriéndome, luego le pasó la foto a los asistentes diciéndoles:



-¡juzguen ustedes a quién es al que le gusta usar pintas raras en esta casa!







  Galdjú Belrod.

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