jueves, 3 de mayo de 2012


POR ENTRE LA NEBLINA



A Felipe, porque fue el primero en disfrutar el cuento.



Estábamos sentados en la cafetería de la universidad hablando banalidades cuando Guiller me dijo:

-Alejo, ¿vamos para el pueblo este fin de semana?

Cómo sería la pereza que vio el hombre en mi cara, que de inmediato me replicó:

-Alejo, ¡me tienes que acompañar! Claudia al fin consiguió que la dejaran ir a la finca pero, fue porque dijo que iba con una amiga. Claro que Adelaida no tiene ni idea del viaje. De todas maneras eso se arregla fácil. Así que el viernes te recojo y nos vamos.

No tuve ocasión ni ánimos de negarle el favor al compañero. Yo más que nadie sabía cuánto llevaban ese par tratando de realizar el viaje.

El viernes, a eso de las seis de la tarde, pitó Guiller. Yo salí de mi casa sin mucho ánimo, tratando de que mi amigo y su novia disfrutaran lo suyo.

El camino por la autopista norte no tuvo problema, incluso fue rápido. Pero al desviarnos hacia a la carretera nueva, sucedió el primer percance: un recorrido que dura quince minutos, se demoró una hora.

Cuando logramos llegar al semáforo donde comienza la nueva ruta que lleva al mar nos topamos con un agente de tránsito.

Guiller inmediatamente le preguntó qué pasaba, y éste le respondió que el túnel había estado cerrado hasta cinco minutos antes por derrumbes. Pero ya lo habían vuelto a abrir.

-Seguimos de paseo. –Dijo mi amigo-.Y enfrentó la loma.

Dentro del carro el anfitrión hablaba y los demás lo escuchábamos. Tal vez así ninguno se veía obligado a romper el hielo y encarar una conversación con gente de la que no sabía nada. Porque si bien yo había visto alguna vez a Claudia, Adelaida si me era totalmente desconocida.

Y como dicen en mi tierra: “al que no quiere caldo se le dan dos tazas”. Nos demoramos casi una hora en alcanzar la boca del túnel. Y pensar que el recorrido normalmente se hace en veinte minutos.

Pobre Guiller. ¡Con esas ganas que tenía de llegar a la finca!

En los primeros kilómetros el descenso era pausado, pero avanzaba, hasta que en un minuto sucedieron tres acontecimientos: se desató un aguacero impresionante; la caravana se detuvo, y la montaña empezó, -casi a dos kilómetros de donde nosotros estábamos- a deslizarse, como si fuera caramelo caliente.

Ante ese escenario, Guiller intentó regresar pero no pudo. Pronto, por rumores de la gente que iba y venía a pesar de la lluvia, supimos que el túnel estaba otra vez cerrado.

Dada la realidad, iniciamos una conversación grupal. Fue en ese momento cuando Adelaida dirigiéndose a mí preguntó:

-Y tú, ¿tienes algún pasatiempo en especial?

-Me gusta la numismática –Respondí.

 -¿Y qué tal es eso de coleccionar monedas?

-Es bueno –contesté-. Sólo que las colecciones no se le pueden mostrar a todo el mundo porque algunas personas se antojan de las monedas, y les da por empezarlas a coleccionar, descompletando la colección de uno.

-Alejo ¿A ti te han robado alguna moneda? –Indagó Adelaida-, interesándose en el tema.

-Sí, varias. Pero hay una en especial que extraño mucho.

-¿Cuál? –Preguntaron los tres a la vez.

-Una de un Lazareto -dije-.Y me quedé meditando sobre la respuesta.

Fue entonces, cuando rompí el silencio reinante y comencé a hablar:

-Me acabo de acordar de una historia que me refirió un médico que estaba a punto de pensionarse. Eso fue cuando yo apenas hacía mi segundo turno de estudiante.

El doctor me contó que él había trabajado en un Lazareto reemplazando a un facultativo que una noche salió del hospital, y nunca lo volvieron a ver.

Eran como las tres de la mañana cuando nos sentamos. Ya no había ningún paciente en urgencias, y el galeno empezó su narración:

“Lo que me contaron del médico que trabajaba allá fue que una noche,  cuando estaba escribiendo los últimos datos de una historia clínica, vio que del corredor del frente, exactamente de una de las piezas del primer piso, salía un grupo de pacientes y se les acercaba.

Al percatarse de este hecho tan inusual le dijo a la enfermera:

-Elena, ¿por qué están fuera de sus habitaciones a esta hora –eran como las ocho de la noche- estos pacientes?

Su asistente volteó a mirar por la ventana y respondió:

-Tan extraño doctor Mesa. A esta hora todos los pacientes deben estar acostados.

Ambos siguieron realizando sus actividades, y como por instinto volvieron a mirar, y vieron que los enfermos ya estaban tocando las ventanas del consultorio.

Sus caras palidecieron cuando sus mentes se percataron de que esos que los miraban, habían fallecido unos años antes.

En ese instante el doctor Mesa miró a Elena y notó que ella iba a gritar. Él le hizo un ademán con la mano para que no lo hiciera. Luego le señaló la puerta que daba al corredor, indicándole que salieran.

Ya estaban a punto de abrir la puerta, cuando sintieron unos manotazos en ésta. Voltearon a mirar la ventana, y vieron que los rezagados del grupo estaban dando la vuelta. Se dirigían hacia ese mismo lugar.

Del susto el médico tiró de la mano a la enfermera y ambos cruzaron la puerta que daba al pasillo interno de los consultorios, y salieron corriendo.

Cuándo el doctor Mesa, en medio de la carrera miró hacia atrás, observó que ellos mantenían una distancia que a veces se alargaba pero, jamás era suficiente para sentir que se habían logrado escabullir.

Al llegar al corredor principal tomaron la vía que daba al jardín de las rosas. Éste era un espacio amplio, colorido y aromatizado, que adornaba el camino que comunicaba al hospital con el exterior.

Mientras corrían angustiados, el facultativo pudo ver que la reja de la entrada estaba cerrada. De inmediato pensó que él podría escalarla, pero no sabía qué  pasaría con Elena.

En medio del dilema, el jardinero les abrió la puerta.

Al cruzarla el médico le agradeció, y mientras lo hacía recordó que Pachito había fallecido. Quiso frenar, pero su acompañante lo haló. Al comenzar a correr de nuevo, exaltado preguntó:

-Pachito, ¿Por qué nos abriste la puerta?

-Doctor, ¡porque usted me permitió morir tranquilo, sin que me cortaran mi otra pierna!”. –Contestó el jardinero.

Al terminar la frase, hubo un silencio sepulcral dentro del carro. Ante la cara de terror que tenía Adelaida, todos miraron el lugar que ella observaba, y vieron que por entre la neblina venían corriendo un hombre de bata blanca y una mujer, a quien éste jalaba de una mano.





Caragabí

23/06/11 

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