LA ESQUINA DEL AREQUIPE
Desde las cinco de la
tarde el ardor que tenía en la popularmente denominada boca del estómago era desesperante.
Sentía brasas al rojo
vivo ardiendo en mi estómago. Era como si
dentro de mí existiera un volcán en erupción, con la diferencia de que en éste
la lava viajaba montaña abajo, y en mi organismo esa secreción de gastrina y
ácido clorhídrico candentes, subía hasta mi garganta y la quemaba.
Y como si el dolor
gástrico por sí mismo no fuera un gran tormento, conjuntamente con él se venían
unos eructos asquerosos, como si yo fuera un dragón que estuviera arrojando
fuego.
-¡Qué ardor Dios mío,
me estoy muriendo! –Pensaba y me exasperaba por el malestar que me martirizaba.
Llegué al apartamento
después de las siete, literalmente agonizaba por culpa de esa gastritis que no
me dejaba ni siquiera pensar. Era como si mis células gástricas se hubieran
convertido en unos surtidores de gasolina encendida.
Con el ánimo de
apagar esa lava quemante que inundaba el estómago y me circulaba esófago arriba,
me tomé un vaso de agua fría que en realidad me ayudó muy poco a mitigar el
dolor.
Luego, de un cajón de
la cocina saqué el “botiquín casero”. Un tarro de esos de galletas finas que
dicen: cookies tea. De él extraje un
omeprazol, y una metoclopramida.
Me tomé los
medicamentos imaginándome como las brasas rojas brillantes que había creado en
mi mente se iban poniendo rojas opacas, después se ennegrecían, y al rato quedaban grises, ¡y
frías!
También tuve la
sensación de estarle quitando a un atomizador la capacidad de exprimirse y
expulsar su contenido. Así me imaginaba a las células gástricas esparciendo ese
ácido por todas las paredes estomacales.
Recreaba mentalmente las
reacciones farmacológicas que estaba experimentando y, con el dedo mediano le
indicaba en forma obscena a mi estomago el sentimiento que en ese momento me
producía, y la satisfacción que percibía al saber que lo estaba
neutralizando.
No sentir nada,
después de haber pasado por ese calvario, es como encontrar la calma luego de
una pelotera con alharaca. Hasta el reflujo dejó de alterarme el genio.
Estaba tan animado
que a las nueve me atreví a comer. Me comí una papa sudada, unos granos de
arroz, y una carnita. De sobremesa me
tomé un vaso pequeño de leche, y me puse a ver televisión.
Serían las dos de la
mañana, cuando me despertó la erupción del volcán interno que tenía a nivel
estomacal. -¡Qué cosa tan horrible! Yo, en medio de la pesadilla que tenía,
sentí que me faltaba la respiración, y súbitamente un estímulo indescriptible
me hizo vomitar.
Vomité al pie de la
cama. Me estaba asfixiando cuando fui consciente de lo que sucedía. De nuevo
ese maldito ardor, de nuevo las llamaradas del infierno.
-¡Qué situación tan estresante! –pensé.
Me levanté de la
cama, fui al baño, me juagué la boca y me cepillé los dientes. Luego fui a la
cocina, me tomé otro omeprazol y otra
metoclopramida, y cogí la trapeadora.
Mientras limpiaba mis
secreciones, empecé a escuchar la música que venía de una fiesta en alguna
parte del vecindario. Apenas si la podía distinguir claramente desde donde
estaba.
Llevé la trapeadora a
su sitio, ni siquiera me molesté en lavarla, la deje enjuagando. De regreso a
la habitación noté que aún las brasas de ese fuego interno seguían ardiendo
fuertemente. Por eso en vez de acostarme, me fui para el balcón, y empecé a
divisar la ciudad.
De pronto llegaron a
mis oídos las frases claras del vallenato que popularizó Diomedes, cuando yo
era un “sardino”:
Porque siento que te
quiero/
y que te adoro/
y mi vida ha
cambiado/
y no sé cómo/
y no sé cómo/
ay, ya todo lo siento/
de otro modo cambio mi pensar.
Ahí mismo retrocedí en el tiempo, y llegué a la esquina
del arequipe.
La esquina del
arequipe existió en mi Medellín de la adolescencia. Era la esquina donde vivía don
Miguel Ángel, en la calle 33AA, con la carrera 81. Allá nos reuníamos los “pelaos
de por la casa”, y conversábamos de todo. Hasta verdades nos decíamos.
La esquina fue
bautizada con el remoquete del arequipe, porque un amanecer de un sábado, unos
de los de “la barra” estaban comiéndose un pote de ese manjar que se robaba
Tato de la panadería de la iglesia, cuando pasaron unos “drogos”, y se les
robaron el tarro. Y a los que reviraron, los cogieron a pata.
Este atentando le dio
nombre a nuestro sitio de reunión.
Estando sentado
imaginariamente en la esquina del arequipe, recordé la noche en que nos fuimos
echando dedo para El Poblado, a buscar una casa por allá por el Hotel
Intercontinental. Era la casa de un marimbero guajiro, que había traído a
Diomedes para una fiesta.
Y como había unos de
por la casa que conocían el hijo del mafioso, pensamos todos que con saludar
ese gordo, inmediatamente nos iban a dejar entrar a oír a ese cantante que era
el de moda, y hasta nos iban a dar whisky.
El caso fue que, como
a las diez de la noche logramos encontrar la casa, o por lo menos las rejas que
rodeaban la mansión. No fue difícil dar con ella, desde lejos se oía a Diomedes
cantando:
Yo tenía la
esperanza/
de que tarde o temprano/
hallaba la mujer/
que fuera como tú.
de que tarde o temprano/
hallaba la mujer/
que fuera como tú.
Y llegamos
hasta las rejas, y no sé si fue el Bogo, u otro, el que le pidió al vigilante
que llamaran al hijo del dueño de ese palacio, y le dijeran que habían llegado unos
invitados. El hombre nos miró con cara de poca fe pero, en todo caso, le dijo a
uno de los escoltas armados con mini uzi, que fuera a llamar al hijo del patrón.
Nosotros
agarrados a las rejas -como se agarran a ellas los presidiarios-, desde la
acera oíamos al cantante y soñábamos, hasta que ese gordo peli-quieto se acercó
hasta donde nos pudo ver, y después de mirarnos -como pedazos de excremento
aplastado-, se volteo y le dijo - mientras se devolvía para la fiesta-, al
maloso de la ametralladora: –no los deje entráá que yo no conoczco a esa gentéé.
Esa frase
con acento guajiro es inolvidable. Hasta la gastritis y el reflujo que ya se me
estaban pasando, se me volvieron a alborotar.
De la
esquina del arequipe de mi adolescencia volví, por esas capacidades mágicas que
sólo tienen los pensamientos, a mi vida de médico de urgencias, en esa época
convulsionada en que mataban gente en La Catedral.
Yo llegué a
recibir turno a las siete de la mañana, cuando me encontré con la noticia de
que la noche anterior habían matado unos fulanos, y el médico legista, ante el
número de necropsias que había que realizar, había pedido ayuda.
Como me
tocaba turno con dos compañeras, ellas muy queridas, poniendo cara de
acontecimiento se miraron, y luego me miraron, diciéndome:
-Alejito
¿usted va y ayuda en la morgue?
-Bueno
–contesté yo-. Con un desaliento de esos que denotaba la pereza que tenía de
realizar esos procedimientos que le toca hacer a uno por pendejo, e incapaz de
negarse, y decir que lo rifen, a ver a quien le toca ir a hacer necropsias por de
malas.
Cuando me
encontré con el legista, él ya estaba trabajando en uno de los cadáveres. Me
miró y me dijo:
-Alejo,
gracias mijo. Pedí ayuda porque esta gente hay que entregarla rápido. Yo no sé
quiénes son estos señores, pero, a mí ya me han llamado tres veces de distintas
partes del gobierno, pidiéndome el favor de que agilice los procedimientos.
-Fresco mijo,
cuando toca, toca –le respondí yo-. Y empecé a caminar por entre las lozas
donde estaban colocados los cadáveres.
Todavía
estaba fresca en el ambiente la frase del legista, en la que decía que no sabía
quiénes eran los fulanos, cuando al pasar por el lado de uno gordo peli-quieto,
dije exaltado: -¡ay jumadre, yo conocí de vista a este pobre hombre!
Cuando los
pensamientos dejaron de fluir por mi mente, en el barrio, Diomedes decía:
He
presentido que ya, este es el final/
de tantos tropezones por amar/
sobre
vientos que se vienen y van/
acabaste mi
mal.
Las brasas del infierno gástrico otra vez estaban
grises, el volcán había dejado de hacer erupción.
Las células
gástricas gracias a los medicamentos dejaban de expulsar gastrina y ácido
clorhídrico, y yo, después de cerrar la puerta del balcón, y dejar de escuchar
al Cacique, me dirigí a mi alcoba, rememorando la esquina del arequipe llena de
bicicletas, de adolescentes ingenuos que soñaban y se compartían unos a otros
sus invenciones. Y recordé también como, minuto a minuto, nos cambia a todos la
vida.
Galdjú
Belrod
29/09/11
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