jueves, 3 de mayo de 2012

   

LA ESQUINA DEL AREQUIPE



Desde las cinco de la tarde el ardor que tenía en la popularmente denominada boca del estómago era desesperante.

Sentía brasas al rojo vivo ardiendo en mi estómago.  Era como si dentro de mí existiera un volcán en erupción, con la diferencia de que en éste la lava viajaba montaña abajo, y en mi organismo esa secreción de gastrina y ácido clorhídrico candentes, subía hasta mi garganta y la quemaba.

Y como si el dolor gástrico por sí mismo no fuera un gran tormento, conjuntamente con él se venían unos eructos asquerosos, como si yo fuera un dragón que estuviera arrojando fuego.

-¡Qué ardor Dios mío, me estoy muriendo! –Pensaba y me exasperaba por el malestar que me martirizaba.  

Llegué al apartamento después de las siete, literalmente agonizaba por culpa de esa gastritis que no me dejaba ni siquiera pensar. Era como si mis células gástricas se hubieran convertido en unos surtidores de gasolina encendida.

Con el ánimo de apagar esa lava quemante que inundaba el estómago y me circulaba esófago arriba, me tomé un vaso de agua fría que en realidad me ayudó muy poco a mitigar el dolor.

Luego, de un cajón de la cocina saqué el “botiquín casero”. Un tarro de esos de galletas finas que dicen: cookies tea. De él extraje un omeprazol, y una metoclopramida.

Me tomé los medicamentos imaginándome como las brasas rojas brillantes que había creado en mi mente se iban poniendo rojas opacas, después se  ennegrecían, y al rato quedaban grises, ¡y frías!

También tuve la sensación de estarle quitando a un atomizador la capacidad de exprimirse y expulsar su contenido. Así me imaginaba a las células gástricas esparciendo ese ácido por todas las paredes estomacales.

Recreaba mentalmente las reacciones farmacológicas que estaba experimentando y, con el dedo mediano le indicaba en forma obscena a mi estomago el sentimiento que en ese momento me producía, y la satisfacción que percibía al saber que lo estaba neutralizando.   

No sentir nada, después de haber pasado por ese calvario, es como encontrar la calma luego de una pelotera con alharaca. Hasta el reflujo dejó de alterarme el genio.

Estaba tan animado que a las nueve me atreví a comer. Me comí una papa sudada, unos granos de arroz, y una carnita.  De sobremesa me tomé un vaso pequeño de leche, y me puse a ver televisión.

Serían las dos de la mañana, cuando me despertó la erupción del volcán interno que tenía a nivel estomacal. -¡Qué cosa tan horrible! Yo, en medio de la pesadilla que tenía, sentí que me faltaba la respiración, y súbitamente un estímulo indescriptible me hizo vomitar.

Vomité al pie de la cama. Me estaba asfixiando cuando fui consciente de lo que sucedía. De nuevo ese maldito ardor, de nuevo las llamaradas del infierno.

 -¡Qué situación tan estresante! –pensé.

Me levanté de la cama, fui al baño, me juagué la boca y me cepillé los dientes. Luego fui a la cocina,  me tomé otro omeprazol y otra metoclopramida, y cogí la trapeadora.

Mientras limpiaba mis secreciones, empecé a escuchar la música que venía de una fiesta en alguna parte del vecindario. Apenas si la podía distinguir claramente desde donde estaba.

Llevé la trapeadora a su sitio, ni siquiera me molesté en lavarla, la deje enjuagando. De regreso a la habitación noté que aún las brasas de ese fuego interno seguían ardiendo fuertemente. Por eso en vez de acostarme, me fui para el balcón, y empecé a divisar la ciudad.

De pronto llegaron a mis oídos las frases claras del vallenato que popularizó Diomedes, cuando yo era un “sardino”:

Porque siento que te quiero/
y que te adoro/
y mi vida ha cambiado/
y no sé cómo/
 ay, ya todo lo siento/
 de otro modo cambio mi pensar.   

 
Ahí mismo retrocedí en el tiempo, y llegué a la esquina del arequipe.

La esquina del arequipe existió en mi Medellín de la adolescencia. Era la esquina donde vivía don Miguel Ángel, en la calle 33AA, con la carrera 81. Allá nos reuníamos los “pelaos de por la casa”, y conversábamos de todo. Hasta verdades nos decíamos.

La esquina fue bautizada con el remoquete del arequipe, porque un amanecer de un sábado, unos de los de “la barra” estaban comiéndose un pote de ese manjar que se robaba Tato de la panadería de la iglesia, cuando pasaron unos “drogos”, y se les robaron el tarro. Y a los que reviraron, los cogieron a pata.

Este atentando le dio nombre a nuestro sitio de reunión.

Estando sentado imaginariamente en la esquina del arequipe, recordé la noche en que nos fuimos echando dedo para El Poblado, a buscar una casa por allá por el Hotel Intercontinental. Era la casa de un marimbero guajiro, que había traído a Diomedes para una fiesta.

Y como había unos de por la casa que conocían el hijo del mafioso, pensamos todos que con saludar ese gordo, inmediatamente nos iban a dejar entrar a oír a ese cantante que era el de moda, y hasta nos iban a dar whisky.

El caso fue que, como a las diez de la noche logramos encontrar la casa, o por lo menos las rejas que rodeaban la mansión. No fue difícil dar con ella, desde lejos se oía a Diomedes cantando:

Yo tenía la esperanza/
de que tarde o temprano/
hallaba la mujer/
que fuera como tú.

Y llegamos hasta las rejas, y no sé si fue el Bogo, u otro, el que le pidió al vigilante que llamaran al hijo del dueño de ese palacio, y le dijeran que habían llegado unos invitados. El hombre nos miró con cara de poca fe pero, en todo caso, le dijo a uno de los escoltas armados con mini uzi, que fuera a llamar al hijo del patrón.

Nosotros agarrados a las rejas -como se agarran a ellas los presidiarios-, desde la acera oíamos al cantante y soñábamos, hasta que ese gordo peli-quieto se acercó hasta donde nos pudo ver, y después de mirarnos -como pedazos de excremento aplastado-, se volteo y le dijo - mientras se devolvía para la fiesta-, al maloso de la ametralladora: –no los deje entráá que yo no conoczco a esa gentéé.

Esa frase con acento guajiro es inolvidable. Hasta la gastritis y el reflujo que ya se me estaban pasando, se me volvieron a alborotar.

De la esquina del arequipe de mi adolescencia volví, por esas capacidades mágicas que sólo tienen los pensamientos, a mi vida de médico de urgencias, en esa época convulsionada en que mataban gente en La Catedral.

Yo llegué a recibir turno a las siete de la mañana, cuando me encontré con la noticia de que la noche anterior habían matado unos fulanos, y el médico legista, ante el número de necropsias que había que realizar, había pedido ayuda.

Como me tocaba turno con dos compañeras, ellas muy queridas, poniendo cara de acontecimiento se miraron, y luego me miraron, diciéndome:

-Alejito ¿usted va y ayuda en la morgue?

-Bueno –contesté yo-. Con un desaliento de esos que denotaba la pereza que tenía de realizar esos procedimientos que le toca hacer a uno por pendejo, e incapaz de negarse, y decir que lo rifen, a ver a quien le toca ir a hacer necropsias por de malas.

Cuando me encontré con el legista, él ya estaba trabajando en uno de los cadáveres. Me miró y me dijo:

-Alejo, gracias mijo. Pedí ayuda porque esta gente hay que entregarla rápido. Yo no sé quiénes son estos señores, pero, a mí ya me han llamado tres veces de distintas partes del gobierno, pidiéndome el favor de que agilice los procedimientos.

-Fresco mijo, cuando toca, toca –le respondí yo-. Y empecé a caminar por entre las lozas donde estaban colocados los cadáveres.

Todavía estaba fresca en el ambiente la frase del legista, en la que decía que no sabía quiénes eran los fulanos, cuando al pasar por el lado de uno gordo peli-quieto, dije exaltado: -¡ay jumadre, yo conocí de vista a este pobre hombre!

Cuando los pensamientos dejaron de fluir por mi mente, en el barrio, Diomedes decía:

He presentido que ya, este es el final/
 de tantos tropezones por amar/
sobre vientos que se vienen y van/
acabaste mi mal.

 
Las brasas del infierno gástrico otra vez estaban grises, el volcán había dejado de hacer erupción.

Las células gástricas gracias a los medicamentos dejaban de expulsar gastrina y ácido clorhídrico, y yo, después de cerrar la puerta del balcón, y dejar de escuchar al Cacique, me dirigí a mi alcoba, rememorando la esquina del arequipe llena de bicicletas, de adolescentes ingenuos que soñaban y se compartían unos a otros sus invenciones. Y recordé también como, minuto a minuto, nos cambia a todos la vida.

 
Galdjú Belrod

29/09/11

   


      



        

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