jueves, 3 de mayo de 2012


Perro





Él siempre repetía lo mismo. Renegaba, y cada vez que veía las canas intentaba erradicarlas pero, el paso de los años lo llevaría a detestar más que su presencia, la incapacidad de combatirlas.



Desde muy joven incursionó en el ciclismo y con él fue forjando una disciplina que se convirtió en hábito.



Todos los días se levantaba a las cuatro de la mañana, se daba un ligero chapuzón y se vestía como si fuera una novia el día de la boda, cada parte del uniforme era meticulosamente aplicada a ese cuerpo atlético que el ejercicio diario le había desarrollado, así trataba de combatir las señales de la etapa de la vida que estaba viviendo.



Finalmente llegaba el momento de la revisión de la bicicleta. El ritual terminaba siempre con la introducción de las dos caramañolas en sus soportes.



Al salir, la infaltable oración, y de ahí en adelante “a comer carretera”. Hasta el día en que subía por la carretera de las palmas, y ella no calculó la cercanía con el ciclista que había pasado dos veces por su ventanilla derecha durante el lento ascenso que el destino les había puesto a compartir.



Las volquetas que movilizaban la tierra de la ampliación de esa vía, se habían tomado como propia la carretera, y eran las que generaban el letárgico ascenso de los vehículos que, como las colas de los dragones chinos se hacían interminables y tenían diferentes colores llenos de destellos por luces.



Entre espera y espera, los kilómetros parecían más fáciles de culminar en bicicleta que en un automóvil que se movía a una velocidad casi ridícula.



La primera vez que lo vio, apenas sí percibió su presencia frente a la ventanilla empañada pero, después de la espera en el primer terraplén, notó que la distancia recorrida por el ciclista era mucho mayor a la que ella habría podido calcular.



En su concepto era impresionante el espacio rodado en tan corto tiempo por un aparato de dos ruedas impulsado por las piernas de un ser humano.



Cuando llegó al segundo punto de obras de la carretera, se percató de la hora y empezó a cronometrar el tiempo; también desempañó los vidrios, y se puso a mirar por el retrovisor la llegada del ciclista que a primera y muy rápida vista no había pasado inadvertido.



No fueron muchos los minutos que tuvo que esperar para verlo pasar por el lado derecho de su vehículo. En esa ocasión las miradas se cruzaron en el instante en que sus trayectorias estuvieron literalmente paralelas.



Para él fue una mirada más, pero, para ella fue un flechazo, un despertar de esa modorra que la estaba devorando progresivamente desde que el atorrante que alguna vez llamó novio decidió dejarla plantada con sus planes de pedida de mano, lluvia de regalos, serenata prematrimonial, matrimonio, luna de miel...



En un segundo pasaron por su mente los infelices instantes en que lo vio partir.  Y los días, meses y años que siguieron. Según decía, lo esperó dos años y medio, después de que partió para Chile con la promesa de que volvería para casarse, y cumplió.



Volvió, pero antes de casarse la visitó y con una ternura similar a las que solía tener durante sus apasionantes preludios orgásmicos, le contó cómo había conocido a la hija del presidente de la empresa y había tratado de evitar su contacto para poderle cumplir a ella.



También le contó cómo después de una cena de negocios en el club, estando en Santiago, ella había llegado y al intentar saludarlo, le había regado en la camisa una copa de vino tinto que lo dejó frío, incomodo e impresentable.



Fue entonces cuando ella se lo robó de la reunión, y entre sonrojada, apenada, entusiasmada y coqueta, lo introdujo en su BMW deportivo y se lo llevó a la casa de campo a lavarle la camisa.



Al ingresar al suntuoso chalet, suavemente lo fue despojando de la camisa manchada y después de acariciarlo por unos minutos, comenzó a besarlo, lo llevó al sofá situado en frente de la chimenea, y allí lo amó por tres días seguidos.



Luego lo puso a estrenar, lo llevó de nuevo al trabajo y le pidió a su papá que lo nombrara vicepresidente de mercadeo para las Américas.                        



Era por eso que él se presentaba ante ella para ofrecerle excusas y le pedía también que lo comprendiera. Había venido a casarse en Medellín porque su abuelita de 103 años no estaba en condiciones de aguantar un viaje tan largo, ni el invierno congelante del sur.



Además, la familia de Luciana era muy pequeña y todos habían aceptado venir, máxime sabiendo que cabían en el avión de la familia.                   



Una vez superadas las primeras impresiones, se limpió las lágrimas derramadas en medio de la rabia, recobró la compostura que la caracterizaba desde aquella fecha nefasta, y continuó conduciendo hasta ver al imponente ciclista que en carrera veloz iba a conquistar el alto de las Palmas antes de que ella lo hiciera, a pesar de la potencia de su bello y moderno Volkswagen.



Distraída por la figura atlética que tenía enfrente, y sin percatarse de la proximidad entre su automóvil y el ciclista, pasó por su lado y lo golpeó con el retrovisor haciéndole perder el equilibrio y llevándolo a rodar algunos metros por el pavimento mojado.



Mientras él caía, se miraron y a pesar del grito de ambos, en ella el amor se prendió violentamente. También lo hizo el inmenso susto que la obligó a bajarse del vehículo y dejarlo abandonado en la mitad del camino al aeropuerto.



Como una loca se le atravesó al primer carro que apareció en el camino. Como pudo se montó con él en ese camión de mudanzas que minutos después los bajaba al Hospital General de Medellín.           



Durante los interminables minutos que demoró el camión en abrirse paso por entre la incontable fila de vehículos que esperaban autorización para continuar el viaje, ella tuvo tiempo de detallar al ciclista, quien adolorido y sangrante trataba de buscar alguna explicación al hecho de estar siendo transportado en un camión lleno de cobijas y cuerdas con olor a viejo, recostado sobre un par de encantadores senos con olor a perfume fino y con la mirada atónita de dos camajanes a medio afeitar.



Al ingresar el médico a la sala de suturas, el ciclista gritó: -¡Perro!, y todos en la sala se quedaron mudos, excepto el médico que al verlo detalladamente dijo:



-En buen sitio te vuelvo a ver después de tanto tiempo, “Loquito” come moqui…



-Pero al ver a la acompañante, tan preocupada y apoderada de su papel como responsable del paciente, se contuvo y no terminó la frase.  



Lo que siguió después fueron risas y gratos recuerdos: mientras el uno suturaba, el otro acostado en la camilla le contaba cuánto hacía que se encargaba de gerenciar una importadora de vinos chilenos cuyo vicepresidente para las Américas era su amigo y compañero del colegio.

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De pronto hubo un silencio de ultratumba en la sala, cuando el Perro le preguntó al Loquito cuánto hacía que estaban juntos, refiriéndose a ella, quien sentada en las escalinatas de la camilla los oía conversar sin perderles detalle.



Ellos se miraron y evadiendo la respuesta; encontraron en el nuevo matiz de sus canas, producido por el jabón yodado, la excusa salvadora para no responderle al galeno su pregunta.



Una vez terminada la sutura, el médico se retiró a  descalzarse los guantes y lavarse las manos. Mientras tanto ella lo ayudó a incorporarse y le preguntó tantas inquietudes a la vez que él, en medio del aturdimiento sólo logró entender: -y, ¿cómo se llama tu amigo de toda la vida? 



Ya iba a empezar a pronunciar su nombre, cuando el doctor llegó con la receta médica y comenzó a explicársela.      





Galdjú Belrod


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